miércoles, 28 de mayo de 2014

Botas de agua


Hoy ha llovido, ha caído esa lluvia fuerte, constante y melancólica que te hunde en el colchón por la mañana. Y al salir a la calle he añorado las botas de agua azul marino que tenía de niña. Ya no se llenan las pozas de los árboles, ni los niños saltan dentro empapándose las piernas mientras se protegen la cabeza con un paraguas. Quizás sólo es que no me fijo. Recuerdo cómo esas botas de plástico me recocían los pies y cuanto me repugnaba la piel blanquecina y arrugada de los dedos cuando la descubría al quitarme los calcetines. Siempre azul oscuro, no podían ser de otro color. Qué manía la de las monjas de mi colegio con el azul marino y con el gris. ¿Por qué nos prohibirían los colores alegres? Para uniformar, decían. ¿Sólo para eso? Me temo que no. Nos prohibían la alegría al negarnos la posibilidad de calzarnos unas botas rojas o amarillas, de ponernos unos calcetines de rayas multicolores, de vestir debajo del pichi un polo azul, pero no oscuro, sino del color del cielo, o un cían eléctrico. Lo más alegre que nos permitían era el blanco. Claro, puro, sin mácula. Ni esa opción era inocente. El blanco nunca me ha parecido un color alegre ni me da sensación de limpieza. Cualquier roce lo ensucia, incluso el sudor del propio cuerpo lo mancha. Te obligaba a ir con cuidado al jugar en el patio, te hacía sentir miedo a la hora de comer espaguetis con tomate. Y daba mucho trabajo a las madres, que tenían que volver a recuperar el resplandor de esos calcetines rozados, de las mangas manchadas de tinta de boli Bic. Y lo increíble es que lo conseguían.
De camino al metro he mojado las puntas de mis zapatos rojos en cada charco que veía. No me he puesto a saltar ni me he salpicado los tobillos, ni he tirado el bolso al suelo como hacen los niños con las mochilas justo antes de ponerse a correr. No, no lo he hecho.



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