miércoles, 28 de enero de 2015

Piso vacío

Cuando llegué a casa al día le quedaban escasos minutos de luz. Noa se frotaba los ojos, estaba cansada y necesitaba que la acostara. Al girar en la curva que convierte la llegada a mi portal en un misterio, me topé con unos muebles desvencijados amontonados, varios tablones y un sofá gastado con estampado de flores antiguas que entorpecía el paso. Esas flores desteñidas y desgastadas en la zona donde habrán descansado unos riñones baldados durante años me resultaron familiares, quizás porque eran parecidas a otras flores bordadas en el sillón orejero que mi abuela tuvo en el salón desde los sesenta hasta hacía relativamente poco tiempo. Pero había algo más que un parecido razonable con un decorado de mi infancia, la sensación de haber visto ese sofá no era vieja, no me parecía que su recuerdo fuera antiguo. Mientras intentaba sortear el mínimo desnivel provocado por el felpudo fijado al suelo del portal en el que siempre tropezaban las ruedas del carrito de Noa como si toparan con un muro, apareció un chico que cargaba con unos tablones muy largos. Fue entonces cuando caí en la cuenta de dónde había visto antes esas flores viejas. No tuve que tirarle mucho de la lengua, en cuanto le pregunté si había sacado él esos muebles a la calle, el chico me explicó que estaba vaciando un piso en la primera planta. Supe que se trataba del 1º 4ª. Yo también vivía en ese rellano y durante los últimos meses había visto cómo el abuelo de noventa años que vivía solo perdía la memoria, la noción del tiempo y, poco a poco, la vida. Era uno de esos hombres de antes, con bigote, siempre trajeado y repeinado, pero tan bajito que parecía un niño disfrazado de anciano barrigón. Si no hubiera sido por sus ojos moribundos llenos de nubes, sus dedos retorcidos y sus lóbulos colganderos, si no hubiera sido por su soledad penosa quizá su vejez habría parecido un disfraz de chirigota.
Al poco tiempo de vivir en el 1°1°, una mañana de sábado, Raúl y yo nos lo encontramos cerca del ascensor, maldiciendo en voz alta. Una corriente de aire había cerrado la puerta de su casa, dejándolo en zapatillas en medio del rellano. Las llaves estaban dentro. El hombre apenas oía y hablaba muy raro, como si le bailaran las sílabas de las palabras en la boca. Había momentos en los que era imposible entender lo que contaba, no se podía coger ni un hilo conductor que hubiera ayudado a hilvanar la historia. Entendimos lo de las llaves y que no se sabía de memoria el teléfono de nadie. Creímos comprender que tenía tres hijas, pero que ninguna iba a venir. Debe de haber alguien que pueda ayudarle, pensé en voz alta. Ese fue el pensamiento ganador, aunque otro ocupó el segundo puesto, se quedó justo por detrás, enganchado en el velo del paladar por ser más viscoso: este hombre está solo. Cuando le propusimos llamar a un cerrajero se nos puso a llorar, nos dijo que no podía pagarlo, que la última vez que llamó a uno le cobró 150 euros. Nos contó que el chico del piso de al lado le había abierto la puerta alguna vez con una radiografía, pero llevaba un rato llamando al timbre y nadie le abría. Me fui a casa, rebusqué en un armario en el que guardo el pequeño caos de mis recuerdos y encontré lo que buscaba: mi preciosa y desviada columna vertebral muy favorecida en una foto en blanco y negro. Raúl y yo jugamos a ladrones durante un buen rato hasta que nos dimos por vencidos, como cacos no teníamos futuro. Miramos al abuelo, que se esforzaba inútilmente en lograr lo que nos parecía imposible con una testarudez casi infantil, y sin decirnos palabra acordamos pagar nosotros al que viniera a abrir esa puerta. Llamamos a un par de números que encontramos pegados, arrancados y vueltos a pegar junto a los timbres. Un tipo nos pedía 175 euros porque era un servicio de urgencia en sábado; otro, 50 euros sin IVA ni factura porque se le encogió el corazoncito al explicarle la situación de mi vecino.
El cerrajero llegó al cabo de veinte minutos de lágrimas, lamentos por la juventud perdida y justificaciones de padre de los de antes, de los que confundían el pánico de sus hijos con el respeto, los gritos con los consejos y las prohibiciones sin ningún tipo de lógica ni explicación con la protección. Imaginé que a sus hijas les importaba más bien poco que su padre estuviera sólo, saliera a la calle con lamparones en la camisa, la bragueta meada y apestando a ese miedo al agua y a pillar una neumonía mortal que tienen muchos viejos. Se me cruzaron a la altura de la garganta un pensamiento y un sentimiento encontrados. Me dio pena ese hombre pequeño, a la vez que pensé que muy probablemente se tendría merecida su soledad. El cerrajero cogió su trocito de radiografía, pero no pude ver si se trataba de la foto de los huesos de una mano, o de un tobillo torcido porque no tardó más de diez segundos en abrir la puerta de una patada tremenda. Raúl y yo nos miramos. 50 euros por una patada. La radiografía era una distracción como los gestos que hacen los magos con los brazos: cuando más concentrado estás en su movimiento, llega el truco y te sorprende despistado. Tardó otros diez segundos en marcharse con su billete que ya no cogería la cajera del súper a cambio de nuestra compra semanal. El hombre lloró de nuevo, nos dio las gracias y nos invitó a habas. Me acordé de mi abuelo y de su amor por las habas crudas. Esa invitación me hizo pensar que los dos habían vivido la guerra y que tal vez esa legumbre era lo equivalente a los rábanos que Escarlata O'Hara se prometía a sí misma no comer nunca más con el puño cerrado en alto.
Mi abuelo llevaba muchos años muerto. Me alegré de que no hubiera tenido tiempo de quedarse tan solo como mi vecino.













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