viernes, 3 de julio de 2015

Diario de una ansiosa V. Mis uñas

Es la hora quieta de la siesta. Noa duerme boca arriba en su cuna. Sus pequeños ronquidos son el único sonido en la casa. Recuerdo las siestas de los veranos de mi infancia, cuando nos mandaban a la cama después de comer. Recuerdo la lucha por no dormirme y los susurros de los mayores tras la puerta. Intentaba entender, casi siempre en vano, las palabras que no debía escuchar. Ahora soy madre y los mayores de entonces se están haciendo viejos a pesar de cuánto me cuesta imaginarme sus arrugas y sus enfermedades. Ahora soy yo la que mando a la cama a Noa. Pero estoy sola y no hay voces detrás de su puerta blanca.
Se me hace tan rara mi quietud. Salgo al patio y escucho el ruido de una obra en algún edificio cercano. No es lo suficientemente frecuente como para resultar insoportable. Me reclino en una silla de madera de teka de Ikea y miro el modo en que cuelgan mis manos. Parecen dos animales desmayados. Me fijo en mis uñas. Me han crecido, llevo semanas sin mordérmelas y no me había dado cuenta hasta hoy. Hacía años que no veía la línea blanca de mis uñas. Son las manos de otra persona, de una mujer adulta, serena, sin pellejos mordisqueados por la ansiedad. No las reconozco, pienso que su buen aspecto no durará mucho, que es un espejismo provocado por la química y por la calma de estos mediodías en silencio. 
Hace casi una semana que veo a dos pájaros en mi patio. Parecen una madre y su polluelo. Ella va y viene con insectos en el pico mientras la cría la espera en la buganvilla de mi vecina, que es enorme y tiene un rama con flores en mi patio. No veo nido. El animal está siempre en el mismo sitio, sin moverse, aguardando la comida. Los primeros días la hembra me veía y se ponía alerta. Intentaba que dejara de mirar el arbusto, que la viera a ella, que me olvidara de su cría. Revoloteaba, levantaba la cola, piaba una y otra vez, se alejaba y se posaba en alguna antena del edificio de enfrente. Todo para procurar que, si iba a haber mal, le afectara a ella. Es sólo un pájaro, tal vez un estornino, pero me ha hecho pensar que no hay tanta diferencia entre nosotras. Dos hembras criando. Dos madres que se pondrían en peligro por el ser al que han dado la vida. Hoy me ha visto salir al patio y ya no se ha alarmado. Ayer Noa descubrió a los pájaros, se quedó asombrada, les mandó besos antes de irse a dormir. Quizás la hembra también se ha dado cuenta de nuestras similitudes. En cualquier caso, ya no la asusto y permite al polluelo que salte de una rama a otra, que extienda sus alas. Sé que están a punto de marcharse y presiento que les echaré de menos. Les deseo suerte. Que vivan todo el verano, que el invierno les sea clemente. 
Prefiero estar en mi patio que salir a la calle. Y no sólo por el calor sofocante de julio. Cuando salgo huelo a podrido. Los contenedores de basuras apestan, los orines de los perros y del mendigo del cajero automático desprenden un hedor insoportable, de las alcantarillas sube un olor a cloaca terrible. Todo huele mal. Me persigue el tufo de los gatos callejeros que se morían bajo los coches en la calle en la que vivía de niña. Estábamos casi en la montaña y había muchos. Y se morían y sus cuerpos en descomposición desprendían un olor que no he podido olvidar. Estos días lo noto fuera de casa. Es como si se hubieran muerto todos los gatos del barrio, pero en estas calles de ahora no hay apenas. He preguntado a otras personas y no perciben este mal olor. Mi pituitaria debe estar alterada, le preguntaré al médico de manos delicadas si esta alucinación se puede deber a las pastillas. Tal vez mi nariz ha averiguado algo que necesito saber y está enviando un mensaje a mi cerebro despistado.     
Mientras descifro estas señales, prefiero la tranquilidad de mi patio. Reclinarme en la silla y golpear estas uñas nuevas de mujer adulta sobre el reposabrazos hasta que se despierte Noa de su siesta y se acabe el silencio. 

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