viernes, 10 de julio de 2015

Diario de una ansiosa VI. Omnívora

Me explicaron en el colegio que era un animal omnívoro, como los osos, y que podría alimentarme de casi cualquier cosa.
Pero no me avisaron de que me daría igual poder comerme una primavera de ensalada, o devorar tu corazón y tu hígado, porque tengo un agujero en las entrañas y nada me sacia.
He tragado amores insalubres, he mordisqueado dudas de guirlache, he digerido mentiras sin azúcar, me he sentido sedienta después de lamer la belleza inacabable de la piel salada por el sudor y me he atragantado con unas cuantas verdades crudas. Pero nada me ha quedado dentro, todo se ha colado por mi agujero.
Recuerdo aquella época en la que me negaba a comer. Para qué el esfuerzo de masticar si todo se pierde. Se me empezó a adivinar mi hermoso esqueleto amarillento y las clavículas se me veían muy elegantes; sin embargo, apesar de haber reducido mi espacio interno, sentía mi vacío igual de grande. Abandoné mi ayuno el día en que vomité un par de rencores. Aquella noche decidí volver a probar la carne y lo encontré a él.
Miré fijamente a la psicóloga, que parecía escucharme, pero enseguida percibí el carácter profesional de su atención, su dominio de la función fática del lenguaje. Vi un brillo disimulado entre la mesa y su cajonera. Era el de la pantalla de su móvil. Asintió sin comentar nada sobre mi apetito y me preguntó qué tal me sentía. Me hubiera puesto a llorar o a gritar, pero intuí que no serviría de mucho, así que respondí educadamente con un 'bien', seguido de un 'sola'. Volvió a preguntar, se interesó por los pasos que tenía pensado dar tras volver a la realidad. Le contesté que uno de mis problemas es que no soy muy de pensar, soy más de escribir, y no tengo ni idea de planificar, aunque al menos mis nuevos mordiscos seguían un orden: había vuelto a comerme las uñas, empecé por los pulgares y había seguido por los índices. La psicóloga me felicitó y volvió a mirar disimuladamente su teléfono. Supe que no le interesaba su trabajo, o quizás era mi ansiedad la que no le interesaba, y que no captaría su atención sincera si no me arrancaba a dentelladas la primera falange del dedo corazón en su consulta para mostrarle un ejemplo de mi dieta omnívora. Su desidia era descorazonadora. El médico de manos delicadas amante de la química por lo menos supo hacerme creer que me escuchaba. Incluso puede que me escuchara realmente, pero la psicóloga tenía otras cosas en las que pensar.
Veinticinco minutos de monólogo interior bruto, una nueva línea ocupada en la cartilla con la próxima cita depués de las vacaciones y una despedida que me hizo temerme lo peor. La psicóloga me deseó suerte en mi próxima vuelta a la realidad. Ningún médico debería desear suerte a un paciente. Es como una confesión de su desconfianza. Aún recuerdo al ginecólogo de urgencia que me atendió por un sangrado. En la ecografía se veía un corazón diminuto latiendo. Me alegré, pero sólo hasta que el médico me explicó que el ritmo de los latidos era mucho más lento de lo que debiera y me pidió que volviera al día siguiente a urgencias para que pudieran hacerme otra ecografía. Al irnos me miró y me deseó suerte. Antes de eso estaba muy preocupada, después supe que el embrión que llevaba dentro se iba a morir y necesitaba su tiempo. Fui durante muchas horas una tumba de carne, una madre tumba a la que el ginecólogo inexperto quitó la posibilidad de la esperanza inconsciente. 
Salí del CAP con el agujero enorme. Me metí en una cafetería y pedí una horchata, un cruasán y una napolitana pequeña de crema, pero nada de eso me sació.


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