viernes, 21 de agosto de 2015

Diario de una ansiosa IX. Viaje de huida y vuelta

Kilómetros, camiones, matorrales chamuscados en los laterales, asfalto irregular y el aire incendiado que me quema por dentro. El paisaje pasa, se quedan atrás campos, casas abandonadas en medio de ninguna parte, viñas, olivos, algún espantapájaros sin cerebro para pensar y el túnel de huida que he excavado con mis dedos bajo un azulejo suelto del baño. Me he traído restos de esa esperanza mugrienta bajo las uñas y una bolsa llena de muñecos de Noa.
He dejado fuera de este paréntesis casi todo lo que me impulsa a aguantar la respiración con los labios apretados hasta contar cien cuando el aire se me espesa. Casi todo. Parte. El resto viaja en la maleta, incómodo por tener que plegarse y ceder su espacio a un bikini de rayas y a unos cuantos trapos arrugados. Poca tela, de colores alegres, de verano, estampadas con flores o rayas o palmeras. Dentro de este paréntesis blanco y azul no necesito más. Todo es leve, todo flota, como mi cuerpo tumbado en el agua. El tiempo en verano se acolcha y parece que en un día caben muchas más cosas que ocupar una silla y una línea telefónica. O mejores. 
Y Noa avanza deprisa. Crece. Da igual lo que yo haga, bueno o malo. Ojalá logre enseñarle sólo una cosa: tú, pequeña, debes ser enorme, no ahora, poco a poco, algún día. Y amedrentar con el tamaño de tu jaula de huesos a los caníbales que quieran devorarte. Incluso al más temible: tu propio miedo. 
Yo aún no lo he logrado, y no creo que lo consiga ya. Sólo me queda disimular los mordiscos que me ha dado. Y mentirle a Noa, fingir que soy más valiente que un súper héroe sin súper poderes, como Batman, callarle que aún no he acabado mi túnel, que no tengo una cueva en la que esconderme ni millones de euros con los que pagarme un revestimiento de látex y valor. Pero, ¿y si mi corazón sin miedo fuera un pozo?
Me asusta el monstruo que intuyo y me paralizo. Sin miedo podría usar mi lengua como un puño, mi vagina como una boca, mis brazos como cuerdas o látigos. Podría huir o quedarme sola o soñar que vuelo como aquel súper héroe de risa que salía en una serie de cuando era niña. 
No recuerdo la última vez que soñé que era capaz de volar, ni siquiera sueño ya con humedades u otros infiernos deliciosos. Habré dejado de creer en esas posibilidades. La realidad se tumba en mi almohada. Y eso sí que que no. De noche quiero poder hablar con los peces, nadar con una cola de sirena, o notar como me crecen alas en los omoplatos. No quiero que el miedo de ojos amarillos me susurre mientras duermo que no debo lanzarme por el balcón porque el cemento es muy duro y está demasiado lejos. Y qué más da. El cielo está igual de lejos. La misma distancia me separa de la piedra que del aire, y yo quiero respirar. Saltaré dormida y volaré. No permitiré que el miedo se me meta entre los párpados por la noche, ya tengo suficiente con notarlo como una enredadera, trepando por mi columna, cosquilleándome en el fuego enredado en espiral que tengo en la nuca durante el día. Cada día.

Los días de olas y viento han acabado. De nuevo, el asfalto, las estaciones de servicio de menús mediocres y lavabos inmundos cansados de ver culos. Los mismos kilómetros a la vuelta; sin embargo, durante el trayecto se me secan más los ojos y la boca que a la huida. Ya no me espera el paisaje de un océano, ni ese paréntesis vacío de relojes, ni la promesa de olvido y sol, ni la posibilidad de una isla. Regreso a mi mundo de setenta y pico metros cuadrados más patio en el que me espera mi miedo, aburrido y con olor a cerrado. Habrá crecido estos días, como Noa, y se paseará encorvado por el pasillo, impaciente, ansioso por abrazarme y decirme al oído que se nos está quedando pequeño este mundo que habitamos. 

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