miércoles, 5 de agosto de 2015

Diario de una ansiosa VIII. Naturaleza de serpiente

Otra vez me pica la piel que me contiene. Salgo del agua, pero está seca, parece tierra cuarteada. Está cediendo a la presión que ejerce desde dentro ese yo aún imposible. Me aclaro en la ducha para librarme de la sal, pero la comezón sigue irritándome.
Naturaleza de serpiente reprimida, noto el gusto de mi veneno amargándome por dentro.
Entre las grietas y los pellejos levantados se despierta una desconocida. Fuera, la zombi que quiero dejar de ser se resiste a mordiscos desesperados. Está muerta y empieza a darse cuenta.

Me paro en las sombras en las que descansan los abuelos y observo a las mujeres. Veo cómo evitan que viejos y niños se caigan a las pozas de los árboles o crucen en rojo, cómo sacan de sus mangas pañuelos limpios y cómo doblan en cuadrados iguales los papeles en los que anotan la lista de la compra, o los deseos por cumplir, para no olvidarse del suavizante ni de pedir que les muerdan de vez en cuando la nuca.
¿Cómo lo logran? ¿Cómo consiguen las mujeres ser perfectas?
Yo no sé serlo. Cuando estoy rodeada de seres ideales me avergüenzan mis pañuelos de papel llenos de mocos resecos, mis uñas de nuevo mordisqueadas, la raya que parte en dos mitades irregulares el pelo de Noa, y todas las arrugas de mi ropa y mi cuerpo.

Al acabar de ducharme, me froto con la toalla y luego me extiendo crema hidratante con movimientos circulares de mis manos. Acerco la nariz a mi antebrazo derecho. Huele bien aunque no sé decir a qué. En el bote pone que la crema está elaborada con almendras dulces. Deben de oler así las almendras dulces. De niña me gustaba masticar las almendras que aún no habían madurado del todo y tenían la carne tierna y amarga. Lo dulce me empalaga, me cansa.
Sin embargo, a pesar de embadurnarme sigo notando la piel tirante, como si se me hubiera quedado pequeña.

Soy de mar y arena. He visto muchas mujeres hechas de sombra, tierra, romero, cortezas y caminos, pero cada verano me doy cuenta de que lo mío no son los árboles, ni las raíces, ni los senderos con piedras pintadas con señales para no perderse. Lo mío es el sol, la sal, las dunas idénticas, las idas y venidas y las estrellas del color de la sandía. Me cae la luz a plomo sobre el pelo y mi sombra aguarda bajo la arena a que pasen las horas, los días, las semanas y llegue el otoño para mostrarme mis dudas negras silueteadas en la acera. Mientras dura el sol soy una mujer sin sombra, una mujer a la que le arden las plantas de los pies y el vientre solo. Una mujer de fuego que apaga sus incendios en las olas y mira el horizonte y piensa que es una lástima que sólo exista en el cristalino.

¿Lograré desprenderme de esta piel que me aprisiona antes de que llegue el frío? Aún me queda tiempo, pero ya temo el anhelo de las huellas húmedas en la orilla, del viento y los relámpagos y del infinito de las caracolas.



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