jueves, 22 de octubre de 2015

Diario de una ansiosa XV. Manos mentirosas

He llegado lejos. Lo pienso al mirarme las manos y echar en falta la línea blanca de mis uñas mordisqueadas. No tengo unas bonitas uñas pintadas, pero tampoco tengo callos ni cicatrices, salvo un arañazo casi imperceptible que me hizo mi gato hace un tiempo.
Las manos en mi familia son como una memoria externa. Tienen marcas que recuerdan el paso de cada vida y sus contratiempos. 
Las de mi abuela están llenas de nudos y cansancio, su piel está seca y hacen un ruido molesto, como el de lijas al rozarse, cuando se las frota. Me da grima ese ruido, quizás porque me recuerda, mucho más que las arrugas de su cara o sus ojos empañados, que el tiempo se le está acabando. También, porque ese era el gesto que no paraba de repetir cuando se le murió un hijo y no era capaz de llorar. Era demasiado grande su pena, enorme, gigante, tanto que le resultaba imposible sacarla por los lagrimales, tan pequeños, atorados por culpa del polvo de su camino, tan reseco como sus manos. La pena le presionaba desde dentro, como un alien despiadado, y le provocaba ese picor de piel que no lograba aliviarse por mucho que se retorciera las manos, por mucho que cogiera las mías y me las apretara con la misma fuerza con la que sentía que la ahogaba el nudo que se le hacía en la garganta al decirme cuánto me quería mi tío. Mi tío, su hijo. Todos somos de alguien hasta que dejamos de ser. Somos porque pertenecemos. Luego nos convertimos en fotos que dan miedo a los niños y, a veces, en un recuerdo triste de sobremesa. 
Las manos de mi padre están llenas de heridas. Recuerdo una vez que llegó a casa con la yema del dedo partida por la mitad. Aún sangraba. Se le escapó una mola y la cuchilla le dividió el corazón. Me asusté, no tanto como mi madre, que se asusta de estar viva; sin embargo, no podía apartar la mirada de esa carne abierta y de la sangre tan roja. Creo que el rojo es mi color preferido porque de niña me harté de ver manchas de sangre en el blanco del lavabo. Después se me mancharon las bragas. Siempre el rojo. El mejor color. Me parece increíble que un fluido que va por dentro, que está oculto, tenga ese color tan vivo, un color que excita, que anima, que embellece, que embrutece.
Pero a lo que iba, a las cicatrices en las manos de mi padre. Se le quedó fea la del corte con la mola. Pero no es la única. Toda una vida entre hierros, suspendido entre dos plantas de un edificio, o en el fondo de un foso lleno de maquinaria, da para muchos rasguños y bastante aspereza.
Las manos de mi madre están llenas de manchas y miedo. El tiempo le está formando una nebulosa triste en el dorso. Aún recuerdo cuando toda ella se convertía en una nube. Éramos pequeñas, mi hermana y yo, y mi madre cosía a destajo en una máquina overlock, encerrada durante horas en el cuarto más pequeño de la casa. Hacíamos los deberes con el ruido del motor de fondo, como un metrónomo. Cuando nos aburríamos, abríamos la puerta y la descubríamos con la espalda encorvada y el pelo negrísimo y las pestañas cubiertos de la pelusa blanca que soltaba la tela de algodón al ser cortada. Ese polvo cargaba el ambiente y la hacía toser. Nos reíamos de su aspecto, y mi madre, que por entonces aún se reía a menudo, abría y cerraba los párpados para que viéramos cómo desataba una tormenta de nieve ella sola. En ese cuartucho predominaba el blanco de la tela, aunque a veces calculaba mal la fuerza con la que pisaba el pedal de la overlock y se traspasaba un dedo con la aguja; entonces brotaba lentamente el rojo del agujero invisible, hasta que se envolvía el dedo con un retal desechado para no manchar las siguientes prendas con su sangre. Poco a poco dejó de hacerme gracia verla cubierta de pelusa, tarareando las canciones que salían del transistor emblanquecido, distorsionadas siempre por el ruido de dientes que hacía la cadena del motor de la máquina de coser. 
He llegado lejos, tengo las manos delicadas gracias a una licenciatura y un máster del universo que me han permitido optar a un trabajo poco recompensado pero limpio. No tengo callos de fregar, ni me huelen a lejía y, salvo algún corte con un papel, no me he hecho heridas; sin embargo, al mirarlas me parecen dos mentirosas que deberían mostrar marcas de las quemaduras de un secador de pelo, o de una plancha, o del aburrimiento de doblar una y mil veces la misma pila de camisetas. Y me da tanta rabia está inseguridad mía, este quererme de menos.
Si hubieran podido enseñarme que además del sudor, del 'sí, señor', de las herramientas, de los hilos... las manos pueden coger adjetivos, arreglar párrafos, conectar oraciones, hilvanar historias; si hubiera sabido que las palabras pueden agujerear paredes como un taladro quizás me habría convencido. Pero a mis manos les faltan cicatrices profundas y tanta confianza que tiemblan cuando han de apretar un punto y seguido. Necesito parar de escribir cada vez, llevarme el dedo índice a la boca y retorcerme un padrastro antes de continuar.

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