martes, 8 de diciembre de 2015

Diario de una ansiosa XVII. Voz de sirena

Resulta que parece que tengo voz de sirena, aunque no sé qué hacer con ella, qué contar ni cómo hacerlo. Me había ido convenciendo de que sí, de que podría, de que sabría explicar esa historia que me ronda hace tiempo por la cabeza. Pero hoy siento que no puedo.
Si supiera cantar, podría espantar mis males, pero tengo una voz que no me sirve ni para gritar desesperos con una almohada entre los dientes. Y además, cuándo iba yo a escribir, si hay días que no tengo tiempo ni de peinarme por la mañana. Menos mal que en Barcelona cierto descuido combinado con un estampado atrevido puede ser considerado síntoma de bohemia. Escribo la palabra bohemia y me suena a rancio, a viejo, como cuando mi padre y mi tío me descolgaban el teléfono con un 'digamelón'. Qué daño hicieron los especiales de Fin de Año cuando no había mandos a distancia en las casas. 
Mi voz de sirena no pretende salvar a ningún marinero. Qué más me da que se hundan los náufragos si yo no logró salir a flote. Tampoco quiero devorarlos. Ya no, últimamente como poca carne. No tengo apetito. Me alimentaría sólo de palabras y de silencios, pero todo a mi alrededor es ruido. Y con tanto ruido de qué sirve tener una voz hermosa si nadie puede escucharla. 
Recuerdo la sensación de ninguneo que siempre sentí durante las conversaciones familiares cuando era una niña, y después, cuando dejé de serlo. Intentaba que me escucharan, que los hombres me oyeran, que pusieran atención a mis palabras que pretendían contarles historias de colegios, dibujos, amistades, penas, universidades, manifestaciones, sueños, planes... ¿Oís? Pero no me oían. Primero creía que era porque hablaba demasiado bajo y subía la voz, casi chillaba. Entonces, me mandaban callar y me preguntaban por qué no estaba vigilando el juego de mis primos. 
La sirena creció y siguió creyendo que la bruja le había robado la lengua y por eso nadie podía escucharla. Algún día, al lavarse los dientes, se la tocaba con los dedos y le parecía un sucedáneo demasiado escurridizo y blando, quizás no servía para articular sonidos inteligibles. Hubo veces, en restaurantes, que los hombres de mi familia pedían cafés y no contaban a las mujeres. 'Pero si no os gusta el café'. Y era cierto, en parte. No les gustaba a algunas, a mí sí me gustaba, cortado con la leche muy caliente, incluso me apetecía, cuando hacía frío, echarle un chorro de algún licor. Era raro que lo supiera el camarero del bar de la facultad, pero no mi padre. Era raro, pero me parecía normal, y quizás eso fuera lo más extraño.
Y he crecido con esa voz de sirena que debo de emitir a una frecuencia que no detecta el oído humano, por eso siempre necesité mis libretas, mis bolígrafos, mis portaminas. Me encanta la letra que me sale cuando escribo con esas minas quebradizas de grafito, y me gusta saber que esas palabras se irán borrando poco a poco y me ahorrarán la vergüenza de volver a ellas. 
Parece que mi voz no es fea del todo, parece que a falta de poder cantar melodías bonitas, puedo dibujar imágenes con palabras, pero de qué me sirve esa voz si no logro contar con ella esa historia que me ronda.
Debería bajar al fondo del mar y pedirle a la bruja que me devuelva mi cola, decirle que no me sirven de mucho mis piernas y proponerle que se quede mi lengua a cambio de una cueva de tiempo y silencio donde sentarme a escribir una historia. 
Pero no puedo hacerlo. Buceo fatal para ser una sirena, y además está Noa, que aún no sabe nadar, que todavía tiene que aprender a hablar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario