domingo, 13 de diciembre de 2015

Diario de una ansiosa XVIII. En tránsito

Todo el mundo tiene una historia. 
Me han recogido taxistas que al parar frente a la editorial en la que trabajo se han convertido en escritores vocacionales con un original en un cajón; me han llamado viejos boxeadores con una vida de superación y más folios escritos que golpes encajados en la cara machacada; me han escrito jóvenes románticos que, con un atrevimiento sólo posible en la edad de la ignorancia, me han ofrecido su novela, la gran novela en castellano, una distopía sobre una sociedad al borde de la extinción en la que un héroe humano y una joven híbrida y hermosa pretenderán salvar a la raza humana; incluso mi abuela, que no acaba de saber a qué me dedico, cuando cuenta una anécdota de su pasado de lugares desaparecidos siempre añade que su vida da para un libro. Y ahora que pienso, creo que sí que daría, para un tiempo entre costuras sin más exotismo que el origen de mi abuelo y sin más traiciones que las del día a día.
Todos tienen una historia. Y muchos encuentran el tiempo para poder escribirla. Envidio profundamente ese tiempo y su capacidad para escribir hasta alcanzar un final. Admiro esa facilidad para la línea recta, para la memoria ordenada, para la asimilación de la concepción temporal  judeocristiana que considera que todo fluye hacia un fin. Lo mío es la curva, el círculo, el tiempo cíclico de los antiguos griegos y su eterno retorno a un mismo punto de origen. Ahí me encuentro, siempre en el principio de algo.
Además, he dejado de notar a mis bichos. No percibo ese rumor de alas en mi vientre. Es el frío. Odio el frío. Mata todas mis ganas, me sume en un letargo de autómata oxidado y las crisálidas se me quedan en nidos cálidos cerrados a cal y canto. Dentro, mis larvas bullen en su pequeño mundo sin posibilidades. Sé que no me va a nacer ninguna hasta que logre recuperar ese calor de carne y sangre, hasta que mis sueños tengan fiebre.
No tengo una historia, tengo dos. La de quien soy y la de quien creía que iba a ser. Avanzo por una hermosa y recta vía muerta. Todos los trenes a los que me he subido han acabado cambiando de raíles y llevándome a esa vía que acaba en un muro. Las veces que me he topado con esa pared he dibujado algo bonito en su superficie, una flor, un pájaro o una frase corta. Y al volver a bajarme en ese andén desierto me sorprende siempre descubrir que alguien ha coloreado el pájaro y la flor y ha añadido unos puntos suspensivos detrás de mis palabras.
Sólo siento que soy yo cuando estoy en tránsito, rodeada por extraños apresurados. En ese tren con destino a un no lugar. O en el autobús y el metro, cuando voy o vengo del trabajo. Es en esos minutos, más o menos una hora, u hora y cuarto diaria, cuando me doy cuenta de que tengo dos historias por contar, pero el tiempo no es suficiente para que la certeza me descongele por dentro y me nazca alguna mariposa, únicamente me alcanza para darme cuenta de que una vez que me baje estaré de nuevo en ese andén, frente a ese mural enorme en el que las flores y las aves parecen atrapadas entre la enredadera de palabras que me separa de mi otro yo posible.

Esta semana le preguntaré a la psicóloga qué opina. No sé si verá esta dualidad y mi tiempo oblicuo como una ventaja o como un desdoblamiento digno de diagnóstico. Tal vez me sorprenda y me haga ver que tengo suerte: no tengo una historia que contar, tengo dos.

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