jueves, 2 de junio de 2016

Diario de la niña de fuego. Sobrevolar

5.50 h. Desayuno sentada en una barra en la que unas plantas de plástico y tela sirven de separador de ambiente entre los que se sientan a uno y otro lado. Dos euros por un café en vaso de porexpan. Odio el porexpan. Y un cruasán de otros dos euros sobre un plato de papel prensado. La cucharilla es de plástico. Y sospecho que el cruasán también lo es. Un trozo de plástico de color arena aromatizado con una mantequilla sintética que no desprende sabor. El olor conecta con nuestros recuerdos y nos creemos la ilusión como espectadores de un truco de magia. Pasa lo mismo con las plantas. Si les hago una foto y la cuelgo en Instagram parecerá que estoy en un sitio estupendo tomando un magnífico desayuno, salvo por el porexpan, no hay filtro que lo haga parecer otra cosa.

5.57 h. Dos chicas muy jóvenes se han deslizado por debajo de la reja de una tienda de ropa. Me han recordado a dos gatas colándose por la rendija de una puerta entreabierta o por el agujero de un muro de una casa abandonada.

6.05 h. La cafetería de atrezzo cada vez está más llena de gente que paga un 40% más por su consumición que en cualquier otro lugar y parece contenta.
Las chicas felinas suben la persiana de la tienda. Se han cambiado de ropa, ahora llevan uniforme: camiseta de rayas marineras y pantalón pirata, al menos antes se llamaban así, probablemente las revistas de moda los habrán bautizado de nuevo. Los pantalones son de color azul marino y tienen dos filas de botones dorados a cada lado de la cadera. Los botones no cierran nada, también son de adorno.
Dos hombres que viajan juntos se sientan frente a mí, a mi derecha. Una mujer sola ocupa un taburete a mi izquierda, también al otro lado de la barrera de plantas artificiales. Formamos un tablero de damas con sus fichas blancas y negras en casillas alternas, la silla que está justo delante de mí sigue vacía. No nos movemos, no vayamos a comernos.
Creo que me gustaría trabajar en el aeropuerto. Siempre se me han dado bien las personas de paso. Sé que se irán rápido y no me dan miedo. 

6.15 h. A pesar de no haber pegado ojo me siento despejada. Tomo notas. Podría quedarme toda la mañana sentada en el mismo sitio, escribiendo, mirando Facebook, leyendo sucesos en Internet. Me apasionan los sucesos. Si aún existiera El Caso les enviaría mi currículum junto con una carta de presentación en la que me definiría como una mujer morbosa y fascinada por la tensión de los antebrazos masculinos y la violencia de la que es capaz el ser humano. Sospecho que nunca lograré enviar una carta de presentación más entusiasta y sincera que esa. Y lo que es más triste, también intuyo que nada me hará más feliz que dedicarme a redactar noticias sobre asesinatos, violaciones y raptos con fatal desenlace. Una felicidad mediocre e insuperable. Pero no me atreví a concretar mi vocación. Sabía que en una familia en la que iba a ser la primera universitaria (no tengo en cuenta a la familia de mi abuelo porque nunca fue familia en realidad) decir que quería dedicarme a escribir habría sonado como el desvarío de un sonámbulo que farfulla algo mientras intenta volver a su cama a través del frigorífico, entre ininteligible y absurdo. Así que cuando me preguntaban qué quería ser de mayor respondía que abogada, pero siempre añadía, como una coletilla, "y artista". Después tenía que aguantar que me tararearán la segunda canción más famosa de Concha Velasco y me palmearan la cabeza como si fuera un perro mientras se decían unos a otros lo salerosa que era la niña. 
No entendían nada, se creían que me pirraba por una boa de plumas y unas medias de rejilla, mientras soñaba con contar la historia de una princesa secuestrada en un castillo umbrío con versos octosílabos en rima asonante en -ó, sólo en los pares. Y vaya si lo intentaba. Pero me guardaba mis vergüenzas y sonreía. Fue por esa época cuando empecé a usar una media sonrisa "solucionadora", aplacaba iras, respondía preguntas, ahorraba broncas e interrogatorios.

6.30 h El hombre que se ha sentado a mi lado me está mirando. Me he dado cuenta cuando he pasado de observar la preciosa gama cromática que creaban los gráficos de su IPad a fijarme en los topos de su corbata tornasolada. Me ha sonreído y yo he cerrado la libreta de golpe y he salido corriendo. Ha debido de pensar que era una loca maleducada, pero estaba a punto de empezar el embarque de mi vuelo y no sabía si la puerta asignada estaba cerca o lejos de donde me encontraba. Después de una carrera a través de pasillos flanqueados por las tiendas duty-free he llegado a la puerta 28A, a tiempo. Incluso he sido la primera de la fila 3, así he podido subir el bolso y la chaqueta al portaequipajes sin restregar mi pelvis contra un hombro extraño. Ventanilla. Al menos podré distraerme si no consigo dormirme. Un matrimonio de jubilados se ha parado justo a mi altura. Han revisado varias veces sus billetes. El hombre parecía conforme, fila 3, asientos D y E, pero la mujer no paraba de repetir "asiento D, cariño, asiento D, cariño, asiento D". Acompañaba la cantinela irritante con un gesto de las cejas pintadas en un tono marrón demasiado claro. Quería mi asiento y mis vistas. Me he hecho la distraída, ocupaba la butaca correcta y no pensaba moverme. No me iba a quitar mi trocito de luz resplandeciente y cegadora una vieja emperifollada que, por la cantidad de oro que lucía, no parecía estar falta de brillos dorados. Al final el hombre ha apretado sus ojos de bolsas pulposas y le ha pedido, con un maravilloso acento mexicano, que se sentara a mi lado y se callara de una vez. Le habría aplaudido, pero me he contenido.

7.45 h. Me he dormido. No me he enterado ni del despegue. He soñado con mi abuela. Tengo que llamarla, hace mucho que no lo hago. Creo que la mujer mexicana me ha hecho pensar en ella. En realidad fueron sus cejas la que me la recordaron. Mi abuela también se las pinta, una consecuencia de haber vivido la juventud en los años sesenta y setenta. Tanto arrancarse los pelos, habían dejado de crecerle, al menos sobre los ojos, porque en la barbilla le nacían nuevos cada pocas semanas. Mi abuela se pinta el asombro cada mañana. Sale a la calle con la expresión de alguien impresionable que ve las cosas por primera vez. Aunque hay días malos en los que se dibuja el asco y otros peores en los que se delinea el desprecio. Menuda capacidad expresiva la de dos simples rayas marrones en un rostro.
Creo que mi abuela solo ha cogido un avión en toda su vida. Siempre ha habitado en un mundo muy pequeño, como el de El Principito, pero sin tanta imaginación. Fue un aparato bimotor que la llevó hasta la tierra de su madre. Volaba acompañada de su marido, sus dos hijas y su primer hijo varón que nacería al poco tiempo de aterrizar. Viajaban sin billete de vuelta. Dejaban atrás casa, todos sus muebles, la mayor parte de su ropa, algunos conocidos y la posibilidad de ser alguien. Familia no tenían mucha. Ella, sólo una tía sorda y medio ciega que la había criado como a una hija, o eso decía ella sin poder saber a ciencia cierta a qué se refería porque no había podido parir. Supongo que alguna mala madre le explicó que su tarea debía consistir en hacerle la vida imposible a esa niña prestada y negarle cualquier posibilidad de ser feliz. 
Mi abuelo abandonaba la tierra sobre la que le parieron, poco más. No tenía nada, solo se llevó consigo los nombres de los que no le querían y ese agujero que debía de haber rellenado con una identidad, pero no supo cómo. Le dejó dentro el silencio y lo selló con la resina de los árboles a los que abrazaba cuando la soledad le dolía en el pecho. Al menos la posibilidad de ser nadie seguía intacta.

Al aterrizar los dos se encontraron con lo que buscaban, para bien o para mal: mi abuela llegó a casa de su madre de verdad, aunque después de tantos años solo supo hacerle ver que ya no podría quererla ni tampoco a esos nietos que tenían mala sangre. Mi abuelo consiguió ser nadie y logró que sus hijos desearan ser invisibles. 
El deseo de no ser como herencia familiar. Quién quiere paredes cuando se está condenado a ser aire.
Los dos sobrevolaron sus sueños una sola vez, la única que pudieron despegar los pies del suelo y tomar distancia y ni siquiera la escogieron ellos. Tocaba partir sin volver la mirada. No hubo elección; al menos, en vez de precipitarse al vacío pudieron pasarle por encima. 
Mi abuela me contó que mientras iba en el avión miró muchas veces por la ventana, pero que ahí abajo no había nada. Era de noche y no vio ni nubes, ni mar, ni esa luz que deslumbra en las alturas. Le daba miedo imaginarse ese hueco enorme y los calamares gigantes que nadaban en lo oscuro, con sus tentáculos de varios metros, sus ojos negros y su pico. Cada vez que se acuerda de su único vuelo me repite que era joven y le daban pánico los monstruos abisales. Ya no. Pasados los ochenta, todo lo pasado le parece fábula para niños y todo lo que le queda por delante le huele a muerto y a ese hedor no hay profundidad ni oscuridad que lo supere.
Después aterrizaron y llegaron a un pueblo que parecía un hoyo, encajado entre colinas, en el que las mujeres amenazaban con tirar al pozo a esa forastera que vestía con colores vivos, en el que los niños apedreaban a las niñas de pelo crespo y mala sangre que se defendían a zarpazos como gatas arrinconadas y donde las casas había que arañárselas a la montaña.

8.25 h. Aterrizo. Fin. Se acabó el paseo por el limbo. No sé si el vuelo ha sido demasiado corto, o si el sobrevolar una meseta y no un mar no da para tomar distancia ni para temer abismos. Al menos he recuperado una hora de sueño y he apagado el móvil y no he pensado en todo lo que no se moverá de su sitio en mi ausencia. Espero no haber roncado. El avión recorre lento los metros de pista que le llevan al lugar donde aparca el autobús que recoge al pasaje. Necesito estirar las piernas, se me han dormido, pero aún no debemos desabrocharnos el cinturón, no se han apagado las luces que indican que tenemos que ir atados, aunque no paran de oírse los chasquidos metálicos provocados por los impacientes. Resisto la tentación de imitarles, siempre tan disciplinada. Miro de reojo a la abuela mexicana. Tiene el bolso de marca cara abierto en el regazo y de un neceser ha sacado un par de lápices. Después de perfilarse los labios con el granate, se pinta una expresión parecida a la ilusión en la cara embotada con el de color terracota.
Por fin se apagan las luces. Me libero. Venga va, vieja, que quiero bajar.

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