martes, 14 de junio de 2016

Diario de la niña de fuego. Inundación

Levantarme por la mañana y arrastrarme hasta el armario. Sacar en penumbras la ropa que me voy a poner y activar el automatismo que hará que llegue al sitio esperado sin saber cómo, del mismo modo que un perro abandonado encuentra el camino de vuelta al hogar donde habita el traidor. 
Un tanga negro de algodón con el elástico dado de sí, un sujetador con cazoleta para disimular la insolencia imbatible de los pezones, una camiseta no demasiado ajustada, una falda corta y unas medias. Todo en tonos marrones porque hoy me siento arena. Me visto en el lavabo, después de ducharme y de intentar encontrarme. Antes sabía perfectamente dónde tocar cuando quería liberarme un momento de la incapacidad para ser. Pero ahora no logro encender ninguna luz en mí. Estoy a oscuras, como cuando mi vecino de arriba se dejó un grifo abierto e inundó primero su piso y luego el mío. Mi falso techo se convirtió en un lago ciego hasta que el agua empezó a filtrarse por cualquier rendija, por los agujeros de las lámparas, por los cajetines de la luz, hasta que saltaron los plomos y nos quedamos a oscuras. Ese día volví a darme cuenta de algo que me inquieta últimamente. No siento bien. No siento lo que debiera. Mis emociones van desacompasadas con respecto al ritmo que me marca la vida. El día de la inundación miraba caer agua a chorros por cualquier rendija, veía cómo mis paredes lloraban un agua sucia que lo empapaba todo: mis muebles del Ikea, mis estanterías del Ikea, mi sofá de Ikea, mi colchón Flex, mi parqué del Leroy Merlin (siempre me ha gustado que una tienda de bricolaje tenga nombre de mago de saga artúrica), mis DVD de Fnac, mis elefantes de madera con la trompa hacia arriba. Todo echado a perder. Esa tarde me apoyé en mi mocho sobrepasado y no sentí nada. Me dije que tenía que estar frustrada, cabreada y triste por todo lo que el agua había destrozado, pero no, mi cabeza iba por otro camino, concretamente se entretuvo en un anuncio en el que Bruce Lee recomendaba ser agua. Me esforcé en recordar qué intentaba vender aquel spot. Un coche. Luego procuré recuperar la marca. ¿BMW? No sé si Bruce Lee se refería exactamente al agua escapada de una tubería pero creí comprender el mensaje: escapa por donde puedas, eres líquida y no estás hecha para permanecer contenida. Fluye, o huye, lo que prefieras, al fin y al cabo suenan casi igual. Antes de salir corriendo miré a Noa y no pude evitar la carcajada al descubrirla buscando las botas de agua para poder saltar en los charcos, pero mi risa tropezó con las puntas de los nervios de Él, que movía muebles como una hormiga esforzada saca las pequeñas piedras que un niño cabrón coloca una y otra vez en la boca de su hormiguero. 
Todo lo demás me provocaba indiferencia. Me sorprendió que el desapego por lo que está a punto de perderse hubiera llegado a los objetos. Hasta ese día sólo me había pasado con las personas y con algún animal; en cuanto sentía que se alejaban, física o sentimentalmente de mí, las eliminaba de mi mente. Se morían en mi cabeza antes de hacerlo en el plano real. Siempre me ha gustado adelantarme a los acontecimientos. Creía que así sufriría menos cuando la muerte fuera real. Ahora sé que me dolerá lo mismo, pero sigo manteniendo una distancia de seguridad emocional con los morituri. Será por eso que no me duelen las manchas amarillentas en el techo húmedo, ni el silencio subacuático de Él, ni el mutismo de mi cuerpo.
Mi cuerpo. ¿Es un objeto? No lo sé. Desde que parí lo siento extraño, no lo reconozco. Me he ido alejando paulatinamente de él. Si no hay espejos cerca, si no paso por delante de ningún escaparate, si es verano y la ropa ni pesa ni se me pega a la piel, creo que de mis clavículas cuelga el mismo envoltorio elástico y delgado de la adolescencia, con la piel de los muslos a punto de abrirse por la tensión de la musculatura. Cuerpo de bailarina, cuerpo de niña que descubre que su reflejo tiene hambre y quiere devorar el mundo. Y la niña deja de comer porque odia las líneas convexas y quiere convertirse en hueco y usar sus cavidades cóncavas para almacenar todo lo que no tiene nombre.
Ese es el cuerpo que me pertenece. Pero el de ahora... Desapego por lo que está a punto de perderse. Es eso lo que siento por mi carne blanda y convexa. Y desde el lugar que ocupo no me alcanzan las manos para tocarme. Y el placer sigue callado. O quizá sólo está expectante, aguardando esa llegada de unos dedos que siempre precede a la inundación que acaba con todos los incendios.



No hay comentarios:

Publicar un comentario