lunes, 3 de octubre de 2016

Diario de la niña de fuego. La caja de Pandora

Tenía los ojos muy abiertos, las pupilas dilatadas, el cuello estirado, la cabeza inclinada hacia atrás, la mirada atenta al pomo de la puerta. Observaba su cuerpo inmóvil y admiraba la determinación absurda que parecía llevarle a creer que era capaz de abrir la puerta solo con su mente. Sólo necesitaba tiempo y una mirada penetrante. Esperé unos minutos, tres o cuatro, quería ser testigo de esa capitulación para no sentirme tan sola, pero no se rindió, en realidad ni siquiera pestañeó. Me lo imaginé repitiéndose mentalmente aquel «Ábrete, Sésamo» de mi infancia, una y otra vez, como un mantra. Al final me apiadé de él, me levanté del sofá, le acaricié el lomo y abrí la puerta de cristal que separa el salón del patio. Fue hasta su caja de arena a la carrera. Pensé que no había estado bien hacer esperar a mi gato, a fin de cuentas es un animal tranquilo, poco amante de los maullidos pedigüeños y los zarpazos traicioneros y a cambio de su compañía suave y silenciosa solo pide latas de comida gourmet tres o cuatro veces a la semana y la satisfacción inmediata de sus deseos y necesidades. Solía ser una buena dueña, gozaba del peso de su cuerpo enroscado sobre mis muslos mientras intentaba leer o escribir algunas líneas, ver una serie, o perder el tiempo en Facebook, que se está convirtiendo en una de mis habilidades más y mejor desarrollada gracias a un entrenamiento duro y constante. Pero desde hace ya tres añitos he perdido muchos puntos como amante de las mascotas y no es que me haya dado por envenenar a las palomas que descansan en las cornisas del edificio de delante, aunque para ser honesta he de reconocer que he pensado en ello varias veces, sobre todo cuando se ponen todas en fila y emiten ese sonido monótono mientras manchan el suelo del patio con sus plumas y sus excrementos. Desde que nació mi hija no me siento con fuerzas para satisfacer ni una demanda más de las inevitables y cuando mi gato se me enreda entre las piernas, acariciándome zalamero, me entran ganas de gritar; sé que no es lógico pero no logro evitarlas. Y grito, sobre todo aquellos días en que también le gritaría a Él, a mi hija y al conductor del autobús que nunca me devuelve el saludo. Que nadie me pida nada más, por favor. Ya he dado mi cuerpo, mi piel, mi sangre, mis músculos, mi tiempo, incluso mechones de pelo, en aras de la perpetuación de la especie... Ya no me queda nada. Estoy vacía. Una caja que no esconde nada salvo aire y silencio. Quizá pueda volver a llenarme, aunque no sé aún con qué. ¿Palabras? ¿Sueños? ¿Otra vida? Recuerdo que en clase de mitología clásica nos hablaron mucho del mito de Pandora, de la contradicción que encerraba y de lo malo, malísimo, que era para los griegos antiguos que una mujer estuviera abierta. La caja de Pandora no era más que la metáfora que empleaban para referirse al cuerpo femenino, para que todos supieran que sin relleno era peligroso. Tener en casa una mujer preñada era mucho más seguro, ni es tentadora ni puede ir muy lejos. La cajita cerrada ayuda a controlar unas cuantas inseguridades.
Mi gato dio un salto enorme hasta el techo del trastero del patio. Había decidido darse una vuelta por los tejados de las casas colindantes. Tenía un amigo de pelaje blanco y cola peluda y elegante con el que quedaba para los paseos nocturnos. Iba a tardar un buen rato en volver, así que cerré la puerta y me senté de nuevo en el sofá. Estaba a punto de desbloquear el móvil cuando me di cuenta de que yo hacía exactamente lo mismo que mi gato: llevaba toda mi vida sentada frente a una puerta cerrada, mirándola fijamente, cada vez más enfadada, más rabiosa, porque no se abría, porque no cedía a mis deseos. «Ábrete, Sésamo, ábrete, Sésamo, ábrete de una jodida vez». ¿Por qué no se abre si pronuncio una y otra vez las palabras mágicas, si las conozco desde niña, si ya entonces me contaron que detrás de esa puerta se encuentra el tesoro que busco y que me hará enormemente feliz? «Ábrete, Sésamo, por favor». Que alguien me ayude. ¿Es que soy invisible? ¿Es que nadie me ve suplicando como veo yo a mi pobre gato? Quiero lo que hay detrás, me imagino una felicidad dorada a la que se le pueda sacar brillo cada vez que se empañe, la cura inmediata para mis incapacidades, mis inseguridades y al menos otro par de in-. Tal vez el tesoro no sea más que un apartamento en Torrevieja, un coche o, como poco, una habitación con una puerta blanca en la que habrá un precioso cerrojo atornillado por dentro. O un patio. Siempre he sido feliz en los patios de las casas humildes. El de casa de mi abuela, en el que saltaba a la comba mientras ella cantaba «Al cruzar la barca me dijo el barquero las niñas bonitas no pagan dinero», o disparaba la pistola de perdigones de mi tío sobre la diana de cartón que colgaba de un clavo fijado en el tronco del rosal más grande de todos. Mi tío me apretaba las manos para que aferrara bien el arma, pero nunca daba en el blanco y a veces destrozaba alguna de las flores. Cuando se gastaba la munición me pedía que me sujetara a su antebrazo y me levantaba del suelo a pulso. Era una niña y él un gigante bello y fuerte. En ese recuerdo yo debía de tener seis o siete años, los mismos que le quedaban a él de vida, aunque eso entonces no lo sabíamos no ėl ni yo.
En ese patio fui feliz a ratos, a verbenas, a juegos de primos, a huevos cogidos del gallinero, a camadas de gatos ciegos recién nacidos. También fui feliz a ratos en el sótano en el que viví buena parte de mi infancia. Un sótano colgado de una colina que daba al mar, un sótano con las vistas de un ático de zona alta y un patio cuadrado, invadido por las plantas de mi madre, en el que dejé, poco a poco, de jugar con mi hermana y empecé a tumbarme para tomar el sol en bikini y leer o estudiar, un patio al que los vecinos dejaban caer colillas encendidas, o las migas del mantel o un calcetín desparejado. A veces también se caían los pájaros y había que ayudarles a volar, aunque no todos los conseguían, como ese polluelo que no logró sobreponerse al golpe contra el suelo tras caerse del nido que construyeron unas golondrinas que, efectivamente, volvían cada año por primavera. En la casa en la que resido actualmente también hay patio y en él juego, me tumbo, riego las plantas, leo, escribo, barro las plumas que pierden las malditas palomas, tiendo la ropa, recojo la colada y los juguetes que deja Noa tirados por el suelo, limpio el cajón de arena de mi gato, devuelvo balones a los niños de los vecinos y abro y cierro a diario la reja que me mantiene dentro de casa, encerrada, a salvo, pero no sé si feliz; no tengo tiempo para averiguarlo.
Parece ser que la única puerta que abro a voluntad es la que da a mi patio. ¿Qué querían decir los griegos al afirmar que, cuando fue abierta, se escaparon del interior de la caja de Pandora todos los males menos la esperanza? ¿Para los antiguos griegos la esperanza era un mal? Después de parir te quedas vacía y lo único que retumba dentro es ese quizá, ese puede que sí, que todo sea ahora posible. Y así me siento, hueca como una caja de resonancia que no hace más que amplificar unos anhelos que permanecen quietos, a buen recaudo, tras mi puerta cerrada.


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