miércoles, 25 de enero de 2017

Diario de la niña de fuego. Mentiras piadosas

5.58 h de la mañana. En el bar de la estación del metro dos mujeres beben cerveza y comen jamón serrano de un plato de plástico estampado con motivos casi infantiles. Las lonchas están tan secas y rígidas que no pueden haber salido más que de un envase de plástico de a 2,99 € los 150 gramos. Hablan y se ríen sin importarles las manchas de lejía que forman pequeños lagos desteñidos en los bajos azules de sus pantalones de uniforme de una empresa de limpieza. Las cañas, el jamón y su ruido contrastan con el sueño mudo de los sonámbulos que todavía funcionamos con el piloto automático.
Las mujeres ríen antes de irse a la cama como bellas durmientes de biorritmo alterado que sueñan con no tener que despertarse más. El camarero alto que tiene un tatuaje carcelario en la membrana que une esos dos dedos que nos hacen humanos y las mejillas de haber sobrevivido a la heroína se justifica ante su jefe: «que no fui yo, no me llevé ayer los periódicos; ya me lo has preguntado una vez y te he contestado, no me lo preguntes dos veces». Se le nota cansado de la desconfianza, pero aún no se ha resignado a que nadie le crea. Hay esperanza en esa resistencia. El jefe le deja en paz y me pregunta si en casa también me pongo sacarina en el café. No sé por qué le miento, le digo que sí aunque en casa ni siquiera tomo café; quizá lo hago porque intuyo por su tono de voz, por las cejas expectantes, que quiere oír un sí, como si esa afirmación importara. Y a mí me da igual, así que le digo que sí. Se da la vuelta y coge algo que me alarga, es una caja enorme sin desprecintar de sobrecitos de sacarina. «Para ti», me dice y yo pienso, mientras le doy las gracias, que voy a tener ese dulce de mentira en casa hasta que me haga vieja para recordarme que la verdad siempre le importa a alguien.

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