jueves, 6 de julio de 2017

Diario de la niña de fuego. Vistas

Me gusta mirar por la ventana cuando estoy sola. 

Antes vivía en un primero y me sentía por encima de aquellos que pisaban la acera y comentaban el precio de los tomates, el sabor de los tomates, la antinatural perfección de los tomates. Vivía en un primer piso que estaba sobre una frutería. Siempre tenía manzanas rojas en el frutero de la cocina y verduras frescas en la nevera; y estaba bien, aunque por las tardes de los días calurosos tuviera que sufrir el olor agrio de las piezas pasadas. Los tomates sin mácula y simétricos también se pudren y hieden.
Hoy vivo en una planta baja y cualquiera está por encima de mí. Sobre todo la familia perfecta con gemelos idénticos e idénticas sonrisas falsas de cortesía que vive encima. Al menos tienen la decencia de no recordármelo asomándose a la ventana que da a mi patio y mirándome desde la altura de su primer piso. Supongo que me parecen perfectos porque los muros de la casa, más gruesos de lo habitual en una barrio construido con prisas y materiales de segunda en los años cincuenta del siglo pasado, no dejan pasar los ruidos domésticos: el entrechocar de los platos y cubiertos sucios de la cena, el chorro de orín del enorme marido contra la taza del váter por la mañana, el eco de algún programa de la tele antes de acostarse, ni siquiera los gritos.
Cuando me asomo a mi ventana veo el suelo del patio que cubrí con césped artificial para atenuar la sensación de ausencia de horizonte, de distancia. Para crear la ilusión de un pulmón sin humo delante del muro de un edificio en el que anidan las palomas y que sirve de tope a mi mirada. En el patio sí que escucho algún sonido de los vecinos, sobre todo el ruido blanco del centrifugado de su lavadora. Deben de ensuciar mucho la ropa porque casi siempre que salgo a leer lo oigo. Intentó concentrarme, pero ese sonido me adormece y tengo que volver a entrar en casa si no quiero desplomarme sobre el libro.

Incluso la vieja que vive en el primer piso del edificio de enfrente tiene vistas. Ya no le queda tiempo, así que se distrae de la idea observando las vidas ajenas desde detrás de sus visillos beige. Creo que tiene al máximo el volumen de su audífono porque, cada vez que abro la puerta de casa, la veo en su ventana, disimulando.
La puerta de mi casa es antigua, más vieja que la anciana y casi igual de indiscreta. Comparten la desvergüenza propia de la vejez. Ya qué más da, deben de pensar las dos con ese cerebro de madera, todo vetas, grietas, y círculos concéntricos que dan vueltas alrededor del primer momento. La puerta cruje y chirría cada vez que la abro, como los huesos de la vieja, como su espalda harta de aguantar el peso de una vida a la que sólo le falta acabarse. Quizá por eso se conforma con la panorámica que le ofrece su ventana de un bloque de viviendas situado en una calle de cuatro metros de ancho y con sus vestidos rectos de flores en tonos pastel para ir a misa.
En el edificio nido, en el último piso, vive otra mujer mayor que también necesita mirar por la ventana para saber que la vida sigue. Se ha empeñado en que mato de hambre a mi gato. Me grita desde las alturas. Me increpa, me advierte de que va a llamar a la protectora. Tiene el pelo blanco, largo y desgreñado, y todas las veces que se ha asomado llevaba puesto un camisón azul cielo. Miro a mi gato sobrealimentado y adicto a esas latas para mascotas de comida blanda y gelatinosa y siento lástima por ella. Está sola, parece una Rapunzel olvidada en su ático.

Me he comprado unos cromos de picar con apariencia de antiguos. No son viejos, pero lo parecen. Creo que eso mismo le pasa a mucha gente, sobre todo a las mujeres, a aquellas que paren y convierten a su vástago en su única ventana y todas sus vistas. Esas mujeres, que pierden incluso su nombre, se darán cuenta tarde de que han escogido un horizonte que cada día se alejará más de ellas. Y qué vacío como de pozo seco sentirán cuando se vean solas en su torre sin ventanas. Tal vez sea entonces cuando empiecen a gritar a los vecinos.
Desde que me mudé a la planta baja me proporciono vistas asomándome a las ventanas de las redes sociales. La vida de otros, las sonrisas a cámara, los paisajes ajenos, los abrazos. También los planes que avanzan. Los propósitos cumplidos, las letras que no son mías, las cubiertas de libros que no leeré pero que envidio. No soy capaz. ¿Cómo lo hacen los demás? ¿Levantan la mano para pedir ayuda? ¿No la necesitan? A mí se me están borrando las manos, tengo tres canas nuevas y el mismo deseo viejo que se ha corrompido en el pecho. Me siento como la vieja loca, atrapada y con el único desahogo de aullar palabras apestosas como tomates podridos.

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