jueves, 12 de abril de 2018

La mujer incompleta. El corazón en la boca

Tengo los labios resecos. Me los relamo como un gato después de comer, pero lo único que logro es que se me abran más las grietas en cuanto se seca la humedad.
Tengo boca de montañera desesperada refugiada en el campamento base, de excursionista perdida en el desierto, de náufrago sediento en medio del mar.
Tengo los labios secos. Y la piel de las piernas, y el pelo. También el corazón. Reseco. Doblemente seco. Por cansado, por acostumbrado. Cansado de la cantinela acompasada de su ritmo. Escucharse a sí mismo siempre, desde el inicio. Ser diapasón con alma de batería.
Me cansa también subir escaleras, me quedo sin aliento y recuerdo que me hago vieja. Y ponerme nerviosa cuando no sé cómo decir las cosas. Entonces siempre encuentro con la punta de mis dientes ese pellejo desprendido de mi labio inferior del que tirar, como si fuera el hilo que me ha de llevar al centro de mi laberinto. Pero en el centro solo está el corazón agotado, rodeado por una de esas fuentecillas neoclásicas que pretenden embellecer el epicentro mismo de la pérdida. Ya has llegado, te dicen. Ya no puedes estar más perdido. Ahora solo toca salir. Sal. Vete. Tu búsqueda ha acabado. Hazte una foto con mi corazón doliente y vete. Nenúfares rodeando una bola incandescente. Núcleo ardiente sepultado bajo mil capas de tierra. Piel marrón que se cuartea de dentro hacia fuera. Labios de arcilla a los que dieron forma de cualquier manera. Creo que si me los besaran rasparían como una de las lijas que uso para afilarme las uñas.
Antes me besaban y era yo la que me convertía en fuente. Mi cuerpo semidesnudo era la señal del refugio encontrado. Mi cuerpo como cueva en la que pasar la tormenta, en la que refugiarse del mucho sol, en la que poner por fin ambos pies sobre la arena. Eran otros los labios que lamían.
Me pinto los míos de rojo antes de salir de casa. Siempre voy por la vida con el corazón en la boca porque me muero de ganas de que me lo devoren a dentelladas.

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