jueves, 14 de junio de 2018

La mujer incompleta. Cuádriceps

Tienes poder.
Un hombre me miraba las piernas. Estaba sentado a mi lado en el metro y notaba su mirada, pero no le hacía caso. Yo estaba ocupada mirando a otro hombre que estaba sentado delante. Moreno, estatura media, zapatos de ante rozados solo en las puntas y solo lo justo para no parecer descuidado, pantalones color tierra y polo negro con uno de esos logos bordados en hilo satinado festoneado que sirven para decirle al mundo que tienes dinero para ese tipo de detalles. Llevaba una barba bien cuidada que embellecía sus facciones, o las disimulaba, y un abundante pelo entrecano con un buen corte. Sonreía. Miraba la pantalla de su móvil y reía. Una señora de unos sesenta años que se sentaba a su lado le miraba de reojo. Quizá quería saber qué hacía tanta gracia a su compañero de viaje. O quizá contemplaba sin disimulo la belleza cercana. Era un hombre guapo. Elegante y refinado.
Tienes poder.
Entre las piernas del hombre se mantenía en pie una bolsa de color mostaza de la que sobresalían unas hojas en las que había un texto escrito en tinta azul. Fue lo primero que me llamó la atención: la bolsa entreabierta llena de folios manuscritos. El color de la bolsa estaba entre el pantone del pantalón y el de la piel de los zapatos. Habría apostado a que la tonalidad de los calzoncillos también estaba en la misma gama cromática que el resto de la ropa que llevaba. No me lo podía imaginar revolviendo a oscuras uno de los cajones de su armario por la mañana, con prisas. Solo era capaz de visualizar su indumentaria del día siguiente esperándole, al completo, sobre una silla o en el galán de noche, ordenada y planchada, no por él.
En las hojas que le obligaban a llevar la cremallera de la bolsa abierta había un post-it naranja en el que se podía leer "Tienes poder". Alguien había escrito esas dos palabras con un rotulador de punta significativamente más gruesa que la de un simple bolígrafo y había decidido pegarlo en el margen superior izquierdo de esa hoja. ¿Podría considerarme destinataria de ese mensaje solo por leerlo? El hombre de mi derecha seguía mirándome, pero yo fingía no percatarme. Sabía que el hombre elegante y conjuntado sí que se creía que esa frase era para él. Si estaba sobre uno de los papeles de su estilosa bolsa, ¿para quién iba a ser si no? Exudaba poder y autocontrol. Seguridad y confianza. Hasta su tupé parecía invulnerable. El muro de Invernalia.
Tienes poder.
Me había quedado embobada observando a ese hombre de perfección serena. La perfección me preocupa siempre. Me obliga a preguntarme por el secreto que intenta enmascarar. Recuerdo a un profesor de literatura que al inicio de un curso nos dijo que nunca nos pondría un diez, daría igual cuanto nos esforzáramos. Nos explicó que para él el diez equivale a la perfección absoluta y que esta es imposible de alcanzar en un plano real, y menos para alumnos en niveles iniciales. La perfección no existe, es un ideal, decía. Nos podemos acercar, el acercarnos debe ser nuestro objetivo y ese objetivo, por su lejanía, será lo que nos haga evolucionar. Pero yo me canso rápido. Soy asmática y debilucha y todas las metas me parecen tan lejanas.
Tienes poder.
Siempre me ha dado la sensación de que la apariencia de perfección es un simple disfraz. Las madres perfectas que van equipadas hasta los dientes, los hombres refinados hasta la sospecha, los niños endomingados y repeinados, las niñas vestidas de blanco inmaculado, las mujeres con el pelo planchado libre de encrespamiento, las alumnas perfectas, los que nunca se equivocan, los que siempre dicen lo correcto... Me asustan tanto como me asustó el catálogo de miedos que escondió Kubrik tras las puertas del hotel de El resplandor. Y de repente, un espasmo; en su pierna derecha el cuádriceps se contrajo dos veces seguidas abultándose bajo la lona del pantalón. Tal vez ayer por la tarde, después de su jornada laboral, corriera más de la cuenta. Tenía pinta de correr mucho. Delgado y fibrado, demasiado para las canas que decoran su tupé y para esas patas de gallo que empiezan a enmarcarle la mirada cuando se ríe de lo que ve en su móvil. Una vez leí un artículo que decía que los hombres de más de cuarenta años no corren, huyen. El que está sentado a mi lado y mira mis piernas también tiene más de cuarenta años, pero no es perfecto. Tiene barriga, lleva el pelo rapado sin más y los pantalones llenos de manchas de yeso.  Me doy cuenta de que ya no me mira las piernas, ahora me está viendo observar al otro hombre. Frunce el ceño. Mira a Don Perfecto y luego a mí. Creo que se está preguntando por qué me interesa tanto el lechuguino de delante si no tiene ni media hostia, con esa pinta de gilipollas. Sí, creo que el hombre sentado a mi izquierda está pensando algo así.
Tienes poder.
¿Poder para qué? El cuádriceps sigue moviéndose de manera descontrolada. Es una especie de tic nervioso que Don Perfecto parece ignorar. Ahí está, la prueba de la falsedad. Es imposible que no se haya percatado de los espasmos, ¿Por qué no da muestras de notarlos? Con frotarse el muslo con la palma de la mano sería suficiente. Supongo que no lo hace para no alterar esa imagen de equilibrio. Tampoco ha dado ninguna muestra de haber captado mis miradas y es imposible que no las haya notado. El de mi lado se ha dado cuenta de que le miro, hasta la señora de sesenta años se ha dado cuenta y no me quita ojo desde hace un par de paradas. Creo que piensa que soy una desvergonzada. Pero él no quiere alterar la imagen que ha decidido ofrecernos de sí mismo, como si fuera un cuadro o un selfie viviente. Eso, un selfie estudiado de Instagram. Qué pesadez tener que controlar también eso. ¿Qué podría pasar si me mirara? Supongo que básicamente eso le obligaría a fijarse en los demás y podría cometer un error: distraerse momentáneamente de sí mismo.
Tienes poder.
Leo ese mantra por última vez. El lechuguino se levanta y se prepara para apearse elegantemente en la próxima estación. Se abren las puertas y al bajar se le enreda la correa de la bolsa entre las piernas. Trastabilla, está a punto de caerse de bruces. Ahora sí, se gira y me mira, me ve mirarle. Se recompone el tupé con la mano y desaparece con rapidez, ágil e imperfecto.














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