viernes, 17 de agosto de 2018

La Tragantía



La Tragantía


Hubo una vez una princesa que acabó convertida en la protagonista de una de esas leyendas que se cuentan para asustar a los niños y hacer soñar a los hombres. Fue una princesa árabe y, como todas las princesas de cuento, joven y hermosa y amada por sus padres. Bueno, de su madre no se sabe demasiado. Quizá murió y la dejó huérfana, aunque, si así fue, probablemente su padre le propició una encantadora y amantísima madrastra poco después. Mira que tienen mal ojo los padres de los cuentos con las mujeres.
Su padre, no lo he dicho aunque lo habréis sobreentendido, era el rey, el Rey Moro, y vivía en un castillo parecido al de Blancanieves, o era al de la Bella Durmiente; da igual,  un castillo enclavado en lo más alto de una montaña desde el que se divisaba el pueblo que le pertenecía y los de los alrededores, que anhelaba.
El rey es recordado como un rey benévolo con su pueblo, como lo son todos, ¿no? Tan majo era que les permitió marchar y protegerse en terrenos cercanos más seguros cuando se enteraron de que los cristianos, que arrasaban todo a su paso, pretendían apoderarse de ese lugar, clave para el control del valle más rico de la región. El rey fue de los últimos en abandonar el castillo. Tenía una duda: qué iba a hacer para proteger a su hija, a la que no permitió marchar con el resto de su pueblo por el miedo que sentía de que fuera hecha presa o violada por los salvajes. Deseaba protegerla hasta el último segundo. Deseaba que no corriera riesgos. Y tuvo una idea estupenda: encerrarla en un habitación secreta en los sótanos del castillo, un habitáculo pequeño, húmedo y oscuro del que sólo él conocía la existencia.
Obligó a su hija a esconderse allí. Hizo preparar comida en abundancia, le contó que el río pasaba bajo el castillo y se filtraba por las paredes del sótano, formando una especie de manantial que brotaba de las paredes llenas de moho; así no tendría que preocuparse por la sed. La hija, como todas las princesas de cuento, era obediente, además de hermosa y carente de personalidad. Se metió en su agujero y dejó que su padre lo tapara con una pesadísima losa que no sería capaz de mover hasta que no acudieran en su ayuda después de pasado el asedio cristiano, cuando el Rey Moro y su pueblo podrían volver.
El rey se encaminó a su refugio, pero no llegó a su escondite porque perdió la vida al ser sorprendido por sus enemigos. Y sólo él sabía dónde estaba su hija.

Los cristianos poblaron el castillo y algunas noches eran despertados por extraños alaridos que parecían provenir de las entrañas del castillo. El Rey Moro se llevó el paradero de su hija a la tumba, así que nadie pudo rescatarla de aquel escondite perfecto. Los cristianos creían en fantasmas, por lo que no se extrañaban de los lamentos nocturnos.
La princesa mora pasó de la resignación a la desesperación del hambre. A oscuras se metía entre los labios los bichos viscosos que sus manos conseguían atrapar. Unas veces eran insectos crujientes; otras, culebras gelatinosas o asquerosas ratas. Su agonía se hizo tan larga que perdió el juicio. Sufrió fiebre y reumatismo por culpa de la humedad constante. Tenía alucinaciones y pesadillas en las que se veía envuelta por serpientes que se le enroscaban en las piernas y le reptaban hacia el vientre. Se despertaba palmeándose furiosamente, arañándose, gritando. Aún resistía. Detrás de sus hermosos ojos que habían empezado a nublarse por la ausencia de luz seguía escondida la joven princesa amada, la hija pura y respetuosa, la pánfila que no dijo a su padre que su idea apestaba más que el cieno del fondo de ese río odioso que la mantenía con vida a su pesar.
Sin embargo, al final la princesa desapareció. No murió, no. Ni se durmió por cien años. No, tampoco fue eso. Ni encontró una salida milagrosa que la llevó a casa de unos enanos con una jornada laboral abusiva que necesitaban señora de la limpieza. No, tampoco eso. La princesa se esfumó. Desapareció sin más. Su cuerpo fue poseído por los ofidios de los que se alimentaba y que la atemorizaban en sueños. Un día, despertó y no sentía sus piernas. No, no tenía una tornasolada cola de sirena, sino que sus piernas se habían unido y se habían cubierto de ásperas escamas de color tierra. Era una mujer serpiente. ¿A ver qué leyenda supera eso? Eva y satán todo en uno.
La metamorfosis la convirtió en un ser inmortal, como lo son todos los de los cuentos. Un ser monstruoso y temible con ansias de venganza.
Una vez al año desde entonces, el día de San Juan, sale de los sótanos del castillo en busca de niños que devorar. NIÑOS. Niñas no, ni mujeres. Sólo varones jóvenes (los hombres han ido ampliando el significado de la palabra "niños" a conveniencia)  Les atrae con su bello rostro y su dulce voz. Canta una canción que dice algo así:

Yo soy la Tragantía

hija del rey moro,
el que me oiga cantar
no verá la luz del día
ni la noche de San Juan.

Vamos, que en el pueblo donde aún hoy sigue en pie el castillo, los chavales más crédulos se quedan sin verbena y se tienen que ir a dormir tempranito, no vayan a toparse con la Tragantía en alguna de las empinadas calles que llevan, como antaño, hasta el que fuera el hogar de la princesa.


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