viernes, 29 de marzo de 2019

La mujer incompleta. Azúcar

Después de hacer el amor con él me apetece dulce. Es más que un apetencia, es un deseo intenso, impaciente, que no me permite pensar. Esa necesidad de azúcar me inquieta porque es imposible ignorarla y porque no sé a qué se debe. ¿Se deberá al placer o a la tristeza que me provoca su cuerpo al entrar en el mío de esa manera absolutamente física que siempre nos ha mantenido unidos?

Somos tan distintos. Nuestros cuerpos encajan tan bien. Sus manos resultan tan precisas. Ya no sé si le quiero. Creo que me he olvidado. Recuerdo sentimientos pasados y palabras y canciones y la sensación áspera de las moquetas de hotel en la planta de mis pies. También, las sábanas siempre blancas rozadas por el maquillaje de mi cara. Unas manchas alargadas, negras y rojizas, marcadas en paralelo sobre la almohada o el embozo. Mi cara contra la almohada o el embozo. Mi piel contra la luna inclemente del espejo. Nuestra relación es parecida, somos dos manchas alargadas apenas perceptibles sobre la pared translúcida de cualquier no lugar. Solo somos en lo íntimo. En lo exterior no somos nada.

Su pecho se ha cubierto de canas. No me había parado a pensar en el tiempo hasta que pasé mis dedos entre el bello abundante de su torso otra vez hoy. Nuestro placer, el suyo y el mío, están envejeciendo juntos. Quizá por eso mi cuerpo me pide azúcar, porque se ha vuelto goloso igual que le pasa a los ancianos.

Ser consciente del paso del tiempo y sentirte exactamente igual que hace trece años. Y que hace veinte. Esa certeza, combinada con el asombro de descubrirte en los ojos de los demás madura, es lo que provoca estos dolores de cabeza que me obligan a guardarme a oscuras, como si fuera un negativo a punto de velarse. Me resulta raro que ahora las imágenes no tengan ese miedo a la luz. A mí siempre me ha asustado mucho más la luz que la oscuridad. En la oscuridad hay silencio y calma y tiempo para pensar. En la luz hay ruido y demasiadas personas que no dicen nada.

La dependienta de la tienda de chucherías del metro iba tan inadecuadamente elegante que parecía una pregunta. ¿Estaba ahí por algún error de esos que comete la vida? Camisa de lunares blancos sobre un fondo verde esmeralda, corte de pelo caro, pelo rubio muy bien teñido, gafas de montura de marca, reloj dorado, falda de tubo que acababa justo por encima de la rodilla. Le pregunté la hora solo por ver cómo brillaba el reloj al moverlo bajo la luz blanca del fluorescente que iluminada el quiosco.
Cogí un paquete de galletitas casi infantiles rellenas de chocolate. Un euro cuarenta. Ese es el precio de calmar esa ansiosa necesidad de azúcar de después de verle.

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