viernes, 31 de mayo de 2019

Pelos rubios

Me pregunto si él sabe mi nombre. Me pregunto cómo será él ahora. En esa foto en la que aparece mordisqueándose las pieles de los dedos vestido con una ropa que no parece suya debe de tener más de diez años menos. Se aprecia que bajo el traje y el chaleco hay un cuerpo aún pendiente del ensanchamiento que llega a partir de los treinta y muchos o cuarenta y pocos. Ahora debe de tener unos cuarenta y pocos. Al menos ella los tiene. Ella sí que es un rostro y una voz. Una cara hermosa que empieza a adoptar esa expresión cansada que dan los años enmarcada en una melena morena y una voz un poco demasiado grave para su sonrisa. Él es solo esa imagen en un marco blanco lacado, como todos los muebles baratos de la habitación de matrimonio. En esa habitación nada habla. Ni las fotos ni las cortinas, ni los cojines, ni la funda nórdica del Ikea. Nada dice nada. Tampoco los objetos tienen voz. Y el blanco está empezando a amarillear. Yo me empeño en que no suceda. Nadie me lo pide. Ella tampoco. A veces recibo un whatsapp con indicaciones, pero nunca se refieren a mantener el blanco, blanco. Y es tan importante el blanco. De donde yo vengo todo gira en torno a ese color puro. La luz, la ropa siempre de verano, los tirantes de la ropa interior, las arenas de las playas. Pero aquí es todo gris. Ya me estoy acostumbrando, pero al principio odiaba esos otoños y esos inviernos tan largos y oscuros. Grises, plomizos, tanto que parecían asfaltar mi corazón moreno. Y las piernas se me descamaban y los labios, siempre agrietados. Me sangraban cuando me reía, así que no reía nunca, al menos no hasta que llegara la primavera.
Ahora es primavera y me sigo empeñando, dos veces por semana, en que los muebles blancos de toda esta casa se mantengan blancos. Siento que si llegan a amarillear demasiado, la foto del hombre que no conozco desaparecerá del estante.
No es imprescindible, lo sé, pero me habría gustado ponerle voz y rasgos reales y actuales al hombre al que le plancho las camisas, también blancas, o negras. Ha engordado este año. La talla ha pasado de una 44 a una 46 en poco tiempo. Come peor. Veo en la basura más envoltorios de galletas y chocolatinas de cacao puro, al menos al 80%. Aquí tampoco hay cacao puro. Es como si en esta latitud ni el negro ni el blanco llegarán a ser lo que deberían ser. Necesita cinturones nuevos. Tiene solo uno, bonito y bueno pero gastadísimo. No le importan demasiado esas cosas. Pliego camisetas con las costuras rotas y jerseys con el vivo descosido. Las camisas son otra cosa. Siempre han de estar perfectas. Pero miro la foto y al chico de la imagen no le pegan. Imagino que son como el disfraz necesario para poder afrontar el nuevo día. Otro más. Sus camisas como mi bata de cuadros azules abotonada por delante. Desde que llegué aquí no he tenido una bata blanca de enfermera. No me las dan. Mis papeles no sirven. He cambiado esa bata por esta otra que me pongo para protegerme de las manchas de lejía.
Ayer ordené el cajón del lavabo. Él solo tiene un pequeño neceser y ahí lo mete todo: un paquete de cuchillas desechables, una máquina para cortar el pelo, una caja de tiritas, un desodorante, un par de cepillos de dientes de recambio. Ella ocupa el resto de los dos cajones anchos y profundos, pero no hay orden. Los objetos se amontonan sin relación entre ellos. Un gel de esos que eliminan las bacterias al lado de una pila de salvaslips. Y los cepillos. El de la niña y el de ella. Ayer era jueves y, al limpiarlo, quité la maraña de pelos rubios que seguía enredada entre las púas y dudé porque no sabía que hacer. Ella es agradable y educada. Me agradece siempre que haga mi trabajo. Se nota que le sigue incomodando tener a alguien que le limpia la mierda. Quizá debería decirle algo, o no; pensé. No me importa, o no debería importarme. Pero si yo fuera ella quisiera haberlos visto. Ya decidiría luego si les daba importancia o no. Ya optaría por preguntar o por no querer saber. Pero si los tiraba a la basura, ni siquiera podría tener la oportunidad de fingir. Y eso me parecía injusto.
¿Y si se los dejo en la encimera del baño como si hubiera sido un despiste mío? Aún creerá que soy descuidada con mi trabajo y me dirá que no vuelva más. No he firmado ningún contrato, y es maja y educada, pero es tan fácil deshacerse de mí. Mi marido me dijo que volvería de Francia tras la primera temporada de trabajo y aún no ha vuelto. Mi hijo cree que vendrá a Barcelona este verano de vacaciones y que estaremos todos juntos de nuevo, pero no lo sé. No me contesta al teléfono y en el último whatsapp decía que está teniendo dificultades para conseguir dinero y un poco de estabilidad. En Facebook no parece sufrir. Siempre sale sonriendo y luciendo esos brazos que se le han puesto tan fuertes de tanto subir andamios. Antes no los tenía así, antes no hacía fuerza para nada, solo para coger al niño de vez en cuando.
La ducha estaba mojada cuando llegué. El plato resbalaba y casi pierdo el equilibrio. Eso fue la primera vez que noté que alguien había estado en el piso justo antes de llegar yo. Normalmente, la marca de la presencia de la familia era un eco poco perceptible. Si se habían dormido, podía encontrar más indicios. Unas gafas olvidadas en el lavabo, el envoltorio de unas galletas sobre el sofá, una cama sin hacer. Cosas así. Pero aquel día aún se olía el perfume del gel de baño y se veían las gotas de agua pegadas a la superficie de la mampara y no las marcas de cal reseca. Me sorprendió por inhabitual, ya está. Pero semana tras semana fui comprobando que los jueves se rompía la monotonía en ese piso en el que se acumulaban las pelusas bajo las camas y el polvo sobre las superficies abovedadas de las lámparas.
Quizá alguno de los dos había cambiado de horario, pero ella me confirmó que no. Parecía que él entraba en su casa a hurtadillas cuando se suponía que estaba trabajando. Sospechaba que era él porque al llegar los jueves a la casa, aún percibía en el baño el aroma a la fragancia cara que guardaba en el armario del lavabo. Era una fragancia espesa, cálida, pesada. Su colonia olía a abrazo de hombre y al entrar en el baño para limpiar me reconfortaba. Hace tanto tiempo que ningún hombre me abraza que ese olor me obligaba a cerrar los ojos y a detenerme un instante. Empezaba a necesitar que un par de brazos de hombre que me rodearan y ese olor era lo más parecido a un hombre que tenía. Mi hijo es pequeño aún, no le dan los brazos para rodearme.
Tal vez si hubiera tenido un hombre cerca no habría percibido de esa manera tan llamativa ese olor. O no le habría dado importancia, pero ese aroma me hablaba de ausencia, soledad y salidas de emergencia. Las olía porque era justo lo que yo quería para mí.
No sabía qué hacer con esa maraña de pelos rubios. La apretaba en mi palma. No olía a nada concreto, ni a champú ni a colonia. Un poco a la grasa del cuero cabelludo, ese olor a animal que nos empeñamos en limpiar, como si nuestra naturaleza fuera algo sucio.
Recordé ese otro día en el que descubrí en el pequeño cubilete del baño una bola de papel higiénico manchado de sangre. ¿Se habrían cortado? Quizá ella al depilarse las piernas con una cuchilla, pensé, pero cambié de idea cuando encontré en la basura más restos de sangre junto a un papel con el membrete de un hospital. No debería haberlo leído, lo sé, pero nadie me ve cuando estoy dentro del hogar de otros, nadie me ve si abro un cajón que no debería abrir, o si miro dentro de los armarios. Nadie me mira mirar. Ese día leí ese papel manchado con restos de sangre. Aborto en diferido. Se recomendaba medicación para favorecer la expulsión. Una pastilla para problemas del estómago sirve como abortivo. Misopostrol. Sentí lástima. Ni siquiera sabía que ella estaba embarazada. Entendí las ojeras, esa cara de agotamiento. Entendí su pena repentina. Sentí rabia por el aroma a colonia en el baño de los jueves. Ese día sentí que ella debía saber. Pero no en ese momento. Cuando la sangre dejara de salir de su cuerpo. Cuando esa pena secreta se agostara, como un riachuelo que en verano solo deja un cauce seco.
Había pasado un tiempo, semanas. Todas con sus jueves. Quizá había llegado el día. Fui al estudio, cogí un sobre negro del cajón del escritorio, otro cajón que no debería haber abierto, y metí los pelos rubios dentro. No encontré ningún rotulador blanco o plateado, así que escribí en lápiz, apretando mucho el trazo para que se leyera, “No es la primera vez”. Dejé el sobre bajo la almohada de ella. Ahora todo dependía del valor de ella, de si quería una verdad enredada o una mentira sin aristas. Me fui de la casa nerviosa. Esa noche no pude dormir. Pensaba en ella, en su inminente decepción. ¿Se enfadaría conmigo por inmiscuirme? También pensé en él, en su enfado, en su frustración, en su cobardía. ¿Qué me diría ella? ¿Me hablaría él por primera vez?
Al día siguiente recibí un mensaje de ella por whatsapp. “Gracias. No vuelvas”.



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