sábado, 13 de diciembre de 2014

Besar en público. Llorar en público

He comido mal y rápido sentada en un banco. Un bocadillo de atún con tomate. Pensaba comérmelo en el bus porque iba con prisas, pero he preferido no sumar el olor fuerte de ese pescado en conserva a los demás olores animales que se respiran en el transporte público. Mientras mordía el pan a la vez que intentaba evitar un lamparón en mi abrigo observaba a una pareja de adolescentes que ocupaban otro banco, un poco más lejos. Se notaba que la cosa no iba bien, sus cuerpos trasmitían desazón. No estaban discutiendo, no hacían aspavientos con los brazos ni movían bruscamente la cabeza, sólo estaban en silencio, separados, sin tocarse, con la mirada perdida cada uno en su propio laberinto. Posiblemente uno de ellos, quizás el chico porque la chica parecía más triste y su actitud era pasiva, le estaba explicando al otro que no quería seguir. Se les había acabado ese amor eterno adolescente que dura como mucho un par de meses. Pensé que cuando tenía esa edad lo más importante me pasaba siempre en lugares isla, en no lugares, en espacios de paso: bancos, parques, rellanos, portales, apoyada sobre el capó de un coche. Empezaba a sentirme un ser individual, a cortar ese hilo invisible que me unía a mi madre y notaba como crecía la necesidad de ocupar un territorio diferente y propio, primero pequeño, en un rincón solitario y en penumbra podía instaurar un reino; sin embargo, pronto empecé a desear un espacio mayor y más íntimo, como cualquiera que crece y empieza a tener secretos. 
Si son niños o jóvenes los que se muestran en público no pasa nada, casi ni nos fijamos en ellos, porque aún no existen plenamente. Cuando un adulto expresa su intimidad en público nos sorprende e incomoda, nos obliga a emitir un juicio porque así nos educaron. Eso no se hace y si lo haces está mal hecho, es inapropiado e incorrecto. Cuando veo a una pareja de mediana edad besándose apasionadamente en el metro, o en medio de la calle, o donde sea, tiendo a suponer que son amantes, que esa pasión no tiene lugar en un matrimonio de años, que ese impudor se acerca tanto a la adolescencia que sólo puede darse cuando es el deseo el que gobierna el impulso, y uno no desea tanto lo que se posee,  está muy visto y a mano. 
Cuando alguien llora también nos parece inadecuado, violento e infantil, o propio de persona falta de control. Ayer vi una chica sentada en el metro que ocultaba el rostro detrás de una cortina de pelo negro brillante. Me fijé en ella porque su postura era rara, más que dormida parecía desmadejada. Nos bajamos en la misma parada y se apoyó en la pared, cerca de donde yo esperaba el ascensor. Lloraba con un llanto inconsolable y silencioso. Su rostro no expresaba dolor, sino más bien derrota y agotamiento. Al mirarla tuve la sensación de que algo la había desbordado y así lloraba, como si no le cupieran más lágrimas dentro del cuerpo y se le derramarán por los ojos. Me sentí violenta porque me estaba permitiendo contemplar su tristeza, que es algo que no se cuenta, que se calla, disimula y disfraza, para que los demás no se consuelen con la pena ajena. Cuando era niña, y no tan niña, lloraba sin ningún pudor por la calle por cualquier cosa. Mi madre siempre me preguntaba si no me daba vergüenza que me viera toda la gente así, y no, no me daba vergüenza, en realidad me importaba un pimiento lo que pensara toda esa gente que no conocía. Necesitaba deshacer ese nudo que se me formaba en la garganta, por lo que fuera, y la única forma que conocía de lograrlo era llorando. Tampoco necesitaba que nadie me ayudara, no se trataba de eso. Sin embargo, en el metro no pude pasar de largo sin más. Suponía que esa chica no querría que nadie la agobiara con gestos de buen samaritano, pero le ofrecí mi ayuda por si su mal era físico. Me contestó negando con la cabeza justo cuando una señora de la limpieza se empeñó en averiguar qué le pasaba. Acabó diciéndole que se había mareado. Las dejé solas. Supe que era una evasiva, una mentira con la que conseguir que la dejarán en paz. No lo consiguió, lo último que escuché antes de que se cerrarán las puertas del ascensor fue una invitación a tumbarse y levantar la piernas. 
Su llanto requería soledad. Crecemos, nos llenamos el pecho con culpas, rencores, mentiras, vergüenzas y deseos que ya no mostramos en un banco del parque. Todo nos lo guardamos y sólo nos lo confesamos en la intimidad del cuarto de baño, desnudos bajo el agua que nos limpia. Probablemente, ese era el espacio que esa chica ansiaba ocupar mientras una desconocida le sostenía las piernas en alto.

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