jueves, 18 de diciembre de 2014

Pan blanco

Amantes de la comida sana y enemigos de todo alimento procesado, que tenéis al pan blanco por poco menos que el demonio, me hubiera encantado poder presentaros a mi bisabuela. Era una señora enjuta, siempre vestida de negro, primero por su marido muerto de un cólico miserere, y luego por dos de sus hijos fusilados por rojos. Vivió la posguerra en una Andalucía muy parecida a la Extremadura de Los santos inocentes y prefería no comer a ir al comedor de auxilio social y tener que escuchar el Cara al sol con la mano bien alta por un cucharón de lentejas aguadas con más tierra que legumbres. El pelo lo llevaba siempre hacía atrás, muy tirante, recogido en un moñete en la nuca y no sé si debía a esa tirantez o al mal genio que gastaba pero no recuerdo verla sonreír. Además de mal carácter, demostraba mantener una fidelidad a sí misma y a sus palabras que ni la protagonista de La casa de los espíritus. A mí nunca me ha gustado mucho el pan y no entiendo la necesidad de acompañar las comidas de trozos de harina cocida, pero mi bisabuela, en cada ocasión que comimos en la misma mesa durante los trece años de vida que compartimos, me preguntaba si no iba a comer pan, y yo le respondía siempre que no, que no me gustaba. Ella añadía algún gruñido y se refería al hambre de aquellos años de vergüenza y al horrible pan negro. Si levantara la cabeza, menuda bronca os caería al veros comer ese pan de miseria.

No hay comentarios:

Publicar un comentario