lunes, 9 de febrero de 2015

Nunca más iba a estar sola.

Nunca más iba a estar sola. Nunca. 
Sentí vértigo ante esa certeza que no acababa de adecuarse a la necesidad de introversión que sentía después de ser madre. 
Me había vaciado en el parto, en el que saqué de mi vientre vida, líquido y pedazos de carne. Desde ese día mi cuerpo estaba hueco y tras varias semanas de haber parido no parecía que se hubiera cerrado ese espacio muerto. La herida seguía abierta y dolía la costura en mi piel. No me era fácil ver la cicatriz y al principio evitaba incluso rozarme cuando me duchaba, pero sentí curiosidad y un día miré. Nunca me habían cosido y me sorprendió descubrir un nudo de costurera de hilo de color negro. Me dio por pensar que si tiraba de ese hilo me desharía entera, como un jersey de lana al que se le escapa un punto.
Tardé bastante en atreverme a mirar. Temía no reconocerme tampoco en mi sexo. Nada me hablaba de mí, ni los espejos, ni mis zapatos menguantes, ni los sujetadores aburridos en el primer cajón de mi armario de tanto esperar a que mis pechos volvieran a ser los que fueron, ni mis pezones oscurecidos.
No me quedé embarazada sin más, simplemente porque era el siguiente escalón. Lo medité mucho, o quizás demasiado poco, ya no estoy segura. Siempre dije que no estaba hecha para ser madre, pero creí que cuando lo decía era demasiado joven para entender el sentido profundo de esas palabras y dejé de recordar que lo había dicho tantas veces. Llegamos a la conclusión de que queríamos un hijo. Los dos, aunque me pesaba saber que él lo deseaba más que yo. Nunca le confesé la inseguridad que me originaban los tópicos que yo no cumplía. No soñaba con ser madre, ni me imaginaba jugando con tres niños pequeños saltando sobre una cama de matrimonio luminosa de tan blanca, ni deseaba dar el pecho como cualquier hembra de cualquier mamífero. ¿Y si soy un ave o un pez? 
Me angustiaba ese vacío interno. Miraba a mi bebé y pensaba que ella tenía lo que a mí me faltaba. Tal vez en eso consista ser madre: entregar una parte de ti misma, regalar las entrañas a un pequeño ser que sólo tiene un cuerpo expuesto y un nombre que no ha elegido. ¿Y si no me sentía llena de nuevo? Miraba a mi hija y pensaba que no volvería a estar sola. Era una idea emocionante, aunque me daba miedo saber que ya no era libre de irme sin más, ahora avanzaba como siempre, a la deriva, pero con un ancla preciosa que iba levantando nubes de arena del fondo del mar con esas uñitas que aún no me había atrevido a cortar. Tan frágil y tan poderosa. 
Después de más de año y medio la cicatriz casi no se aprecia, no logro evitar dejarle picos en las uñas a Noa y el vacío sigue llenándome. Ya he aprendido que una vez que te has entregado del todo no puedes ser como eras. Es imposible ser árbol y sombra al mismo tiempo, a pesar del amor, a pesar de la sangre y del vínculo inevitable.  

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