martes, 24 de febrero de 2015

Confesión en las alturas

Esta mañana me he confesado en las alturas ante un pecador de confianza. Las cristaleras que rodean la sala estaban tan limpias que me producían envidia. En casa todos los vidrios están llenos de pequeñas huellas de manos, y yo estoy tan empañada por dentro que por mucho que me pase un pañuelo por los ojos lo sigo viendo todo borroso. Mientras hablaba más de la cuenta, como siempre que se habla, observaba las azoteas cercanas, con sus sábanas tendidas como banderas de patrias verticales sin más himno que la melodía del agua sucia y la mierda al deslizarse por las tuberías. Veía también los desconchones en los muros resecos de tanto sol y un par de tórtolas que me miraban desde el otro lado del cristal después de apostarse en el alféizar. Pensaba en lo hermosa que es la palabra alféizar a la vez que se me iban escapando las penas. Me han durado en la boca el tiempo que ha tardado una mujer morena en tender sin cuidado una colada que no parecía suya. Mi deseo, insatisfacción, frustración, bloqueo, inseguridad, rabia y miedo aireándose entre calcetines húmedos desparejados y camisas caras que sin cuerpo que las rellene no son más que trapos desmayados. 
Escuchaba la absolución del confesor cuando he reparado en un hombre que pintaba con rodillo una fachada trasera. Estaba solo, subido en una plataforma elevadora algo rudimentaria que él mismo bajaba cada vez que acababa una planta, poco a poco, aflojando unas cuerdas aseguradas con poleas. Recortaba las ventanas de alguna casa vacía a esas horas para descender después unos cuantos centímetros más, hasta el siguiente piso, en el que posiblemente un par de abuelos se calentaba a sorbos de café hirviendo antes de quitarse el pijama. Supongo que creía que nadie le veía trabajar, pero una mujer cobarde, que sólo sabe masticar sus problemas, regurgitarlos y volvérselos a tragar, no le quitaba ojo. 
Me dejaron de importar las palabras, las propias y las ajenas. Daban igual las certezas o los consejos, sólo importaba la belleza clarificadora de la pintura blanca avanzando por ese muro, que los pies de ese hombre volvieran a tocar el suelo y que los míos se atrevieran a hacerlo por primera vez.

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