viernes, 17 de agosto de 2018

La mujer incompleta. Ropa vieja

Algo raro me pasa en verano. El espacio me obliga a avanzar. Nos desplazamos hacia el sur. El coche me hace atravesar pueblos moribundos, como esos ancianos que se sientan a la sombra en silencio sin ganas de nada, dicen que por el calor. Miran hacia delante porque esperan, aunque sin prisas, que se acerque el final. Sé que se sorprenderán cuando descubran que no tendrá aspecto de señora de negro con algún filo entre sus manos de esos que temía la madre de Bodas de sangre. No, no será una mujer la que se los lleve, sino un perro abandonado de ojos tristes, un perro apaleado con memoria de elefante. Y el perro estará rabioso y deseará morderles las pantorrillas y los antebrazos hasta que se vea el hueso.
No sé qué tiene el verano que me convierte en una paradoja en estado larvario. Me laten dentro todas las contradicciones.
El coche me lleva hacia delante con una violencia afilada y mínima, como de aguja que atraviesa venas hasta llegar al torrente sanguíneo. Sin embargo, mi cabeza me empuja hacia atrás.
El coche avanza de manera monótona, en la radio suena una canción de letra pobre distorsionada por un crujido molesto de interferencias. La niña duerme con el flequillo pegado a la frente por el sudor. Miro mis piernas. Tengo la piel muy bronceada y el sol que se cuela por todas las rendijas del coche la hace brillar. Terrenos estériles, colinas estériles del color del esparto, se van quedando atrás. Veo a través de mi piel un nuevo mapa que no sé leer. Hace poco que apareció. Una red de carreteras secundarias de recorrido endiablado y color violáceo que forman dibujos histéricos y desordenados. Pero no llevan a ningún lugar, se difuminan y desaparecen como uno de esos ríos que guardan el secreto de lagunas subterráneas y cuevas de piratas y que luego vuelven a emerger en otra tierra más o menos lejana. En mi cuerpo la distancia se mide en centímetros. Del exterior del muslo izquierdo al interior de tobillo derecho.
Se me está gastando la piel. Se me está quedando translúcida como aquellas puertas de las casas de las abuelas. Recuerdo la puerta del baño de mi abuela: era de vidrio esmerilado y se veía cómo los invitados se agachaban para sentarse en la taza y cómo se movían para recolocarse la ropa. Recuerdo adivinar la silueta de mi abuelo sacudiéndose el pene después de orinar. Me parecía de tan mal gusto. La tapa del váter de madera iba a juego con la puerta de cristal.
Mi piel ya no es capaz de disimular la tragedia interior.
Al llegar al apartamento no pude subir mi maleta sola por las escaleras. Pesaba demasiado. Tuve que pedir ayuda, con lo que me cuesta hacerlo. Cuando la abrí pensé, como siempre que abro una maleta que acabo de hacer, que no me pondría ni la mitad de las prendas que había decidido llevarme. Desplegué sólo unos vestidos largos y unas camisas que se arrugan como pasas. El resto se quedaría doblado en la maleta abierta durante todas las vacaciones. Siempre hago lo mismo.
Muchas de las prendas que no habían tenido la suerte de ser las elegidas eran antiguas. No tiro nada. Me encanta la ropa vieja, pero cada vez me siento más inadecuada con ella. Hasta este verano, cada vez que hacía el cambio de armario la colgaba con cuidado en las perchas y le pasaba la mano por encima despacio con la intención de recuperar rastros de mi yo anterior. Me he traído vestidos que tienen quince años, o más. Pero hoy no los quiero tocar, empiezan a provocarme tristeza. Creo que a la vuelta los tiraré todos. Cuando acabe el verano. Quizá así mi mente no tire de mí hacia atrás con tanta fuerza como está haciendo este verano.








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