lunes, 8 de julio de 2019

La mujer incompleta: Un verano. Al otro lado del agujero de gusano

Al final decidí deslizarme por el agujero de gusano que tenía en el pecho como por un tobogán. Caí en un lugar oscuro pero acolchado, como el suelo de los parques infantiles que los ayuntamientos construyen solo en algunos barrios, quizá más en aquellos en los que los niños no están demasiado acostumbrados a los golpes y las raspaduras en las rodillas. Me sobresaltó ese pequeño reborte inesperado de mi cuerpo. Yo esperaba escuchar el ruido de cristales haciéndose trizas contra el suelo o algo así; sin embargo, resultó que el lado oscuro de mi corazón llevaba a un lugar almohadillado. ¿Cómo la habitación de un loco? No había luz, así que no lo sabía y mientras mis ojos no se acostumbraran a la oscuridad prefería pensar que se trataba de un lugar de juegos pintado de colores alegres porque aunque no pudiera percibirlos, sí podía imaginarlos.

Crucé el agujero sin casi nada encima, una camiseta lencera negra y un pantalón corto también negro, aunque moteado de pequeñas flores rojas. Un pijama improvisado con ropa vieja para el verano. Nada más. Iba descalza, despeinada y sin bolsillos, que para mí era peor que ir desnuda, porque no sabría qué hacer con las manos en todo el rato que estuviera allí. Quizá las usara para intentar evitar estamparme contra las paredes mullidas. O simplemente las dejara caer a cada lado del cuerpo, inermes e inútiles, como pájaros muertos colgando del cinturón de un cazador. Escuché el tintineo de un cascabel que llevaba en una pulserita que rodeaba desde el verano pasado mi muñeca izquierda. Me alegró oír ese sonido porque podría confirmar mi existencia si llegaba a dudar de ella agitando un brazo. Lo moví, quería asegurarme de que realmente estaba ahí. Volvió a sonar. Parecía que sí.

Mis pupilas se estaban adaptando a esa oscuridad y donde antes solo veían negro ahora diferenciaban algunas sombras y volúmenes. No estaba en una habitación porque no percibía las paredes. Tal vez fuera una estancia muy grande, pero la sensación que me producía era la de espacio abierto. Me asusté, prefería estar en la habitación acolchada de un hospital psiquiátrico; saberme en un espacio cerrado y controlado me producía tranquilidad, creer que podía gritar pidiendo un calmante o un somnífero si la cosa se ponía fea tenía un efecto sedante sobre mi cerebro asustado, pero sospechar que estaba en una especie de páramo, sola y durante una noche que no sabía cuándo terminaría, me producía un miedo similar al que sentí de adolescente la vez, la única vez, que entré en un tunel del terror de un parque de atracciones.

¿Me quedaba quieta esperando a que nada sucediera? Era la mejor opción. Esperar a que el agujero negro volviera a absorverme sin moverme, sin alterar albsolutamente nada de ese otro espacio-tiempo que había visitado. Casi ni se notaría que había estado ahí. Me despertaría y podría convencerme de que había sido solo un sueño, uno de esos que parecen tan verdaderos que al despertarnos nos hacen dudar de cuál es el plano de la realidad y recordar a Calderón. Sí, eso haría. Quedarme quieta, casi sin respirar. Eso es algo que se me daba muy bien. El asma crónica me obliga a respirar de manera superficial. Supongo que si no gasto mucho oxígeno, tampoco produciré demasiado CO2. Soy bastante sostenible. E imperceptible. Me senté en el suelo que no veía y me abracé a mis rodillas. Noté el bello que estaba empezando a crecer de nuevo y quería punzar, aunque sin fuerza para lograrlo, mis manos. Cuando cruce de vuelta tengo que acordarme de depilarme.

Cuando llevaba un buen rato en esa posición y había empezado a adormecerme vi cómo una sombra se desplazaba hacía mí. Decidí dejar de respirar. El pecho había empezado a dolerme ya cuando lo que me pareció la yema de un dedo me recorrió el cuello desde detrás de la oreja hasta la clavícula. Me estremecí y tomé aire. No estaba sola. ¿Había vida al otro lado de mi agujero de gusano? ¿Sería humana o animal? Luego noté una lengua que recorría el camino de vuelta desde la base del cuello hasta el lóbulo de mi oreja derecha. Deduje que ese músculo húmedo pertenecía a un ser humano por la precisión e intención de sus moviemientos. Cerré los ojos y volví estremecerme. "¿Sigo?" No pude articular ni siquiera el monosílabo que estaba pensando. Tenía dos opciones. Solo debía escoger entre uno de los dos pares de letras que daban respuesta a esa pregunta que una voz masculina había formulado. No pude separar los labios. Sabía lo que tenía que decir. Mi cabeza se movió de arriba abajo un par de veces. Eso no era lo que había pensado decir. A la lengua se sumaron más dedos. Toda mi piel se convirtió en un corazón desplegado como una vela que latía con fuerza golpeada por el viento que anuncia una tormenta.

Mis rincones oscuros eran habitados por una presencia masculina con voz grave. Mis manos se empezaron a despegar de mis costados y buscaron ese cuerpo que no veía, pero que podía sentir. Escuché el tintineo del cascabel de la pulsera.
Al cabo de las manos, los muslos, los vientres, los labios noté como a mi espalda se abría de nuevo el agujero de gusano y que con la fuerza de una aspiradora de última generación me absorvía. El viaje de vuelta fue áspero como las paredes de ese tubo cuyo tacto me recordó a la sencación de acariciar el lomo de un perro a contrapelo.

Volví a mi rincón de luz. Desperté allí sabiendo que no había sido un sueño. ¿Debería ignorar esos rincones oscuros o explorarlos como uno de esos aventureros antiguos que fueron descubriendo el mundo gracias a que se lo imaginaron más allá de sus límites conocidos?  


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