martes, 16 de julio de 2019

La mujer incompleta. Un verano III. Contacto interrumpido

La batería empieza a fallar y parece que quiere burlarse de mí porque siempre decide agotarse justo cuando me estoy comunicando con alguien. Y no suelo comunicarme con nadie. Me cuesta mantener el contacto, soy una mujer de paso, o tal vez sean los demás los que están de paso para mí. Nunca estoy segura de estar dentro del vagón. A veces sospecho que estoy fuera, entre los árboles que se difuminan al paso rápido del tren.
Necesitaba una cerveza fría. He huido de las terrazas llenas de turistas quemados por el sol que comen paellas de pena acompañadas de jarras de sangría con pajita en medio de Las Ramblas. Hacía mucho tiempo que no entraba en esa cafetería emblemática de Barcelona. Cuando la conocí estaba llena de señores y señoras mayores del barrio que observaban sin prisas como se les enfríaba el café con leche en esas tazas blancas sin ningún logo ni adorno. En este tiempo esos señores y señoras se deben de haber muerto y en su lugar hay un par de amigos muy rubios y pálidos tomando sendas jarras de cerveza, una pareja de japoneses comiendo churros con chocolate a pleno mediodía de julio, un viejo enjuto con aspecto de convivir a duras penas con un alcoholismo casi igual de viejo que él y una legión de camareros que aprovechan que a esa hora no está tan lleno el local para charlar y quejarse de cualquier cosa.
La última vez que estuve allí fue en un acto que organicé con motivo de la publicación del último libro de algún autor más o menos importante. No recuerdo el libro, pero si fue allí seguramente sería un libro que trataba sobre la música, o sobre la ópera, o sobre Barcelona, o sobre el barrio gótico, o sobre cualquier cosa que pudiera ligar de manera más o menos natural con ese café histórico de la ciudad.

Me senté al lado de un hombre que estaba dibujando con acuarela negra el perfil de una mujer. Era muy minimalista, me recordó a los trazos de una pintora judia, Charlotte Salomon. Pero si ella empleaba el color de manera expresiva, este pintor utilizaba su ausencia con el mismo objetivo. Saqué una hoja y me puse a escribir. Notas sobre lo que me había provocado ese estado de aislamiento mental.
Una mujer pasa por delante de mi mesa. Es imposible no mirarla. Es muy negra, rotunda, muy femenina y bella. Lleva un vestido que combina tonos imposibles de verde y turquesa que chirrían con el gris de la ciudad de fondo. Y remata el conjunto una pamela roja con una lazada rosa. Toda ella resulta un despropósito que me parece maravilloso. Envidio esa despreocupación total por el aspecto. Yo no logro mostrarme sin sentirme a salvo tras un disfraz más o menos estudiado antes de salir por la puerta de casa. El exterior como carcasa acorazada, como un exoesqueleto que protege mi interior gelatinoso.
Las palabras de otro siguen colgadas en un espacio al que no puedo acceder. Tardaré horas en poder cargar el móvil. Cuando conteste mi mensaje llegará a destiempo y no tendrá sentido porque el momento habrá pasado para ambos, pero intentaré recuperarlo, como siempre hago aunque sepa que el mero hecho de intentarlo es un contrasentido.

El pintor me lleva mirando un rato. Creo que me está dibujando mientras escribo en un par de folios sueltos que encontré en la bolsa que cargo, se me ha olvidado la libreta. No sé si me halaga o me inquieta. Es un hombre pequeño, algo contrahecho, con un ojo un poco torcido y tiene mucho pelo gris cortado a la taza. Estaba alternando el dibujo con la lectura de un libro de Calders. Sé que me dirá algo. Lo hace. Me pregunta si soy escritora. Aguanto el tipo y no lloro. Le contesto con evasivas y lo ofrezco una sonrisa apretada mientras en mi cabeza se pone a llover, casi noto las gotas por dentro del cráneo. Y se cruza esa tormenta con el viento que provoca el recuerdo de mi cuerpo expulsando vida. Me sorprende esa idea atravesada sobre mi vientre yermo, como diría Lorca. ¿Por qué pienso en ese hueco árido al ser preguntada por la escritura?
El hombre me habla de mi mirada concentrada frente al papel, de una manera de volcarme y derramarme que ha percibido al observarme. Y de mi manera natural de posar. Aquí le he interrumpido para decirle que no sé posar, que odio hacerlo porque odio ofrecerme y no sé ni puedo hacerlo de manera natural, que se lo habrá parecido al no ser consciente de que me estaba mirando con ojos como objetivos.
"No se trata de eso", me dice. "Eso no me importa. Lo que busco no es el artificio, sino esa manera de mostrar lo que sucede dentro. Y tú lo estabas haciendo". "Pues espero que no se haya asustado". Le he dicho. "Soy demasiado mayor para eso". Me he reído y he dejado de pensar en mi nido. De golpe pensado en el mar. ¿Por qué en el mar si estoy en pleno centro urbano, abrasada por el calor que desprende el asfalto recalentado? Tal vez por el deseo de sumergirme en el agua fría y salda y desaparecer provocando una alarma de cuatro o cinco segundos en aquellos que me miren desde una toalla. Y flotar. Sí, creo que eso es lo que más me gusta del mar, la posibilidad de levedad.
Pero, ¿por qué me pregunto el porqué? Qué más dan los porqués.
Me acabé la caña de un trago. Volví a sonreír con los labios apretados. ¿Déjame un papel y te apunto mi web para que puedas ver lo que pinto. Le alargué un papel con un informe médico en una cara. "No lo apunte ahí, tiene la parte de atrás en blanco". "La necesitarás, creo", y escribió con un lápiz de grafito duro y brillante su sitio web y un teléfono bajo el logo de un hospital privado. ¿Un teléfono? Jamás le llamaría. Jamás llamo a nadie. ¿Por qué iba a hacerlo con un desconocido? Odio hablar sin ver los ojos de la otra persona. La incertidumbre me paraliza y mi dificultad para oír me hace sentir insegura, temo parecer estúpida. "Si quieres alguna vez que te pinten, llámame. Me encantaría hacerlo". Sonrío de la misma manera; sin embargo, se me agria el esto al recordar los dibujos que una vez me hicieron. "Quiero que la protagonista de mi cómic se parezca a ti". Recuerdo esas palabras y aquellos bocetos de un personaje femenino con mi nariz aquilinay una agresividad en la mirada muy adecuada para una heroina de viñeta que provenía de mí. Aunque ese yo casi ha dejado de existir. O ya del todo. No estoy segura.
Le agradezco el ofrecimiento. Le prometo que buscaré sus pinturas y pago la caña para poder salir de allí.

Encaro la subida de las Ramblas como una especie de mal necesario. Sorteo turistas, estatuas humanas, parejas de mossos d'esquadra que procuran que la sensación de pasear por allí sea segura y algún que otro personaje de esos que han habitado el barrio desde siempre y que se resisten a desparecer por culpa de la especulación inmobiliaria y la globalización.
Llegué a casa al cabo de una hora y media. Era la hora de comer, pero no tenía nada preparado y la nevera estaba vacía. Cogí una lata de maíz y la mezclé con el contenido de una de atún. Mucho vinagre, un poco de aceite, sal y cierta tranquilidad al saber que este manjar no alteraría mucho mi peso en la báscula. Odio ese pensamiento involuntario pero reflejo. Nunca lo logré desterrar del todo. Mi cabeza siempre está en lucha contra mi cuerpo; después de más de veinte añs sigue la batalla.
Conecté el móvil al cargador y miré impaciente el aparato. Cuando apareció la manzana introduje el código y apareció la pantalla de inicio. Veinticinco whatsapp, pero sólo había cinco que me importaran. Algunos ni los leí. Los de él sí. Me hicieron sonreír. Pretendían empezar un juego de tira y afloja poco comprometedor, pero lo suficientemente atrevido como para dejarme sin el amparo de la ambigüedad. El tiempo le habrá enfriado y ahora parecería ridículo intentar coger ese cabo que se había hundido ya en el mar.
Envié una excusa y un emoticono de una mano saludando. Cambié de tema. Me eché hacia atrás en el sofá y esperé mientras me llevaba a la boca una cucharada de maíz con atún. ¿Qué estaría haciendo? ¿La siesta? ¿Un café en alguna terraza agradable? Desde que habíamos empezado a escribirnos con frecuencia me sorprendía a la mínima ocasión pensando en él. En lo que estaría haciendo, en si tendría ganas de tener noticias mías. También pensaba en lo absurda que debía de parecer desde fuera. Absurda y descerebrada. Alguno podría pensar, además, en la falta de justificación. Egoísmo, locura. Bendita locura. No sé si soy más una loca que una egoísta. Quizá una loca egoísta.
Se ilumina la pantalla. Sonrío.
No lo hagas. Calla. Silencio. Que se apague la luz. Pero no me gusta la oscuridad, así que dejo que se me ilumine la sonrisa.
Es absurdo. Pero hacía tiempo que no me pasaba nada absurdo y cada vez a la vida le cuesta más sorprenderme.
Contesto. Respuesta. A veces me recuerda a mí, a la mujer que fui hace ya tiempo. Está ocupando un sitio parecido al que yo ocupé. Fui feliz entonces. No era consciente de las implicaciones, no me pesaban. Eran ajenas. Pero, sin percatarme de cómo lo hicieron, acabaron también en mi mochila. ¿Debería advertirle?
Contesto. Sonrío. Espero una respuesta. Como un poco de atún. Siempre me acaba asqueando el atún. Tengo sed. Me bebería una cerveza, pero no hay nada en la nevera. Vuelvo a sonreír. Tengo unas absurdas ganas de verle. 

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