viernes, 5 de julio de 2019

La mujer incompleta. Un verano

Cualquier verano podría ser el último verano. Este también.
Últimamente siento que todo podría suceder por última vez. Incluso las cosas que hago por primera vez.
Con el calor de julio el tiempo parece ir más lento, yo parezco más lenta, pero las ideas en mi cabeza parecen moverse igual que si fueran ciclistas de pista. Me da miedo que se rocen unas a otras porque sé que al menor contacto saltarán por los aires.

En el bus se ha sentado detrás una señora que gritaba por teléfono. Hablaba sin decir apenas nada, lo que me parece un arte semejante a ser capaz de hacer maceteros de macramé o tapices de ganchillo, artes que me son del todo ajenas, por otro lado. La señora ha empezado a alabar "el fresquito tan bueno que hace en el bus". Lo ha repetido unas cuatro o cinco veces. Me encantaría ser capaz de disfrutar de esas mínimas alegrías que algunos encuentran de esa manera algo absurda. Es más, quisiera no ser consciente de esta incapacidad tan mía. La señora hablaba de su fresquito, mientras yo me arrepentía de haber olvidado mi pañuelo negro porque se me estaba quedando el cuello congelado y sabía que podría salir con anginas de ese autobús tan refrigerado, tanto que me dio por imaginar que en cualquier momento entraría un hombre de ademanes toscos y bata blanca y nos colgaría por el pescuezo del techo con unos ganchos relucientes.
He bajado en la parada de la piscina y he subido la cuesta maldiciendo el cambio de temperatura que a punto ha estado de provocarme un corte de digestión o un colapso o todo a la vez.
Casi seis euros para entrar en un recinto de suelo de cemento gris con un agujero rectangular  en medio lleno de agua y de abundantes cuerpos semidesnudos rozándose. Miro desde la taquilla a toda esa gente a la que imagino hablando por teléfono y contándole a alguien lo fresquito que se está en la piscina y me pregunto qué hago ahí. Entonces recuerdo que no voy sola y que no estoy aquí por mí.

Una vez situada en el borde de la piscina, he descubierto los cuerpos de los adolescentes. Hacía tiempo que no me fijaba en sus cuerpos gloriosos. Solo en esa época los cuerpos, sobre todo los de ellos, son como los de una especie de felino. Esas pieles brillantes a punto de abrirse de la tirantez, los músculos alargados, las cinturas estrechas y firmes que ponen muy difícil creer que ahí dentro caben ocho metros de intestinos. Aunque al tipo gordo con la tripa tatuada con un campo de fútlbol que me miraba descaradamente desde el agua deben de caberle unos quince. 
Compiten por ver cuál de ellos es el más intrépido, o el más imbécil, según se mire, al tirarse de cabeza en la zona de la piscina que más cubre. Unos tres metros de profundidad que acogen sin protestar ese concurso de belleza improvisado. Ellas miran, apoyadas en la pared, con esos bikinis de ahora que dejan al descubierto gran parte del culo. Alguna se anima. Siempre hay una que quiere medirse con los chicos, a la que le importa un pimiento ese papel de admiradora pasiva y decide enseñarles de lo que es capaz. Pero ellos siempre hacen más ruido y el salto perfecto de la chica de bikini rojo y tatuaje en las costillas ha pasado desapercibido entre los empujones y los agarrones por el cuello de los gatos morenos.
¿Alguna vez fui uno de esos gatos? No lo creo. Tampoco fui nunca la chica que se medía con los chicos en una piscina porque no me gustaba el agua profunda, ni los chicos bruscos. Los dos me parecían igual de peligrosos. Ni siquiera me di cuenta de la elasticidad de mi cuerpo hasta haber pasado esa edad. En esos años era una cría obediente y asustada que temía que cualquier lobo me devorara un noche. A veces lo deseaba con todas mis fuerzas, pero el lobo no apareció hasta mucho después, cuando descubrí que la piel de mi vientre podía servir de bandeja al placer.

El corazón se me encoge. Me he despistado un segundo. ¿Dónde está? ¿No está? No puede ser. Odio las piscinas. Prefiero el mar, que al menos insiste en volver y volver, en sacar a la superficie lo que a veces se lleva. No he venido sola. Me siento sola, pero no he venido sola. El corazón vuelve a latir. Está justo delante de mí, con los ojos rojos y el pelo chorreando esa horrible agua con olor a cloro por encima de esos hombros pequeños y frágiles que me conmueven hasta el llanto.
"Mamá, mírame, mírame. He tocado el suelo con las manos". La miro. No puedo hacer otra cosa que mirarla. Soy la guardiana de sus juegos, espectadora incrédula de cómo su cuerpo se estira y crece hasta dolerme a mí, que me pregunto cómo pude albergarla dentro, con esos mismos ojos negros que me miraron el primer día fijamente y que me buscan ahora cuando no me ven.

Me mojo con las manos, me paso las palmas húmedas por la parte de atrás del cuello, por los hombros, por el pecho y me acuerdo del hueco enorme que me dejó al salir, ese agujero oscuro que no consigo llenar ni medir, solo puedo observar sus bordes solitarios y temer que se trague a alguien, como un agujero de gusano que no se a dónde lleva. Luego pienso en él. 

Por un oído escucho una canción que he puesto en Youtube; por el otro, los gritos de los críos que chillan como golondrinas al saltar al agua. Deseo no estar aquí. Deseo estar en ese otro lugar oscuro  de mí al que debe de llevar ese agujero de gusano que me atraviesa el pecho. Pero el móvil se me queda sin batería y me quedo con los gritos, limpiándome las salpicaduras de agua de la cara.

A mí lado, una chica muy guapa juega con un bebé. También la abuela. Sonríen todo el rato. Le rellenan una botella con el agua azul y ríen cuando se la tira por encima, mete un muñeco con forma de pez en el agua y ríen. La abuela le habla al socorrista, le dice que el niño tiene dieciocho meses y que está tan contento de estar fresquito en la piscina que no para quieto. 


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