martes, 6 de agosto de 2019

Un hombre sin interés

I. El Gólem.

Rafael no existió hasta los 65 años. Fue el día en que quiso empezar con los trámites para cobrar su recién estrenada jubilación cuando todo el mundo se dio cuenta de que no existía. Él ya lo sabía. Llevaba toda su vida intentando no ser y lo había conseguido. Pero había llegado el momento de demostrar que realmente sí era alguien para poder cobrar los cuatro duros de la pensión que iba a permitir que siguiera procurando no ser nadie.

No había sido fácil llegar hasta esa edad pasando de puntillas por encima de cada valle o pico escarpado que había atravesado hasta llegar a poder sentarse plácidamente en un sofá orejero de pana verde botella que había rescatado del vertedero uno de esos días en los que algún vecino había decidido desprenderse de los muebles de una abuela recientemente fallecida. Siempre había creído que el gusto de las abuelas era despreciado con un automatismo irreflexivo por los que decían echarlas tanto de menos tras vaciar el piso y vender incluso las fotos antiguas en algún puesto de los Encantes. También las fotos de la boda de la abuela en las que, joven y con sombrero, sonríe a la incertidumbre de su futuro.
A él siempre le habían encantado las flores enormes de colores terrosos estampadas en las telas de los sofás o butacas. Y la pana y todos los tejidos que daban tantísimo calor en verano. Le recordaban a su propia abuela y él estaba vivo gracias a que ella decidió no tirarlo a un vertedero para que muriera en horas, desnudo y con el cordón umbilical aún colgando del torso abombado y amoratado de su cuerpo de recién nacido. O, quizá en su caso, sería mejor decir de recién expulsado de un cuerpo al mundo. No le importaba que su mujer no soportara esos estampados ni esos tejidos, el que traía el sueldo a casa era él y el dinero se gastaba en lo que él decía. Aunque tampoco había mucho que gastar. Su sueldo era más bien magro y con cuatro hijos no tenían para casi nada.

En el almacén de metales en el que trabajaba no le pagaban bien, pero al menos le pagaban. Y era el encargado. Y a él le gustaba mandar. Aunque fuera un poquito y a unos poquitos. A esos hombres rudos que no sabían apenas leer y que no se habían dado cuenta de que no existía. Menos mal. Si se hubieran dado cuenta de su inexistencia habrían empezado a no obedecerle y eso habría supuesto un caos. Esa nave fría de Pueblo Nuevo era como una madriguera llena de lobos y él era el más grande y el más inteligente, un animal casi mítico, porque su inexistencia lo acercaba a criaturas como el Yeti o el monstruo del Lago Ness. De ese tipo de autoridad gozaba. Aún se preguntaba cómo le permitieron firmar un contrato indefinido sin aportar ningún tipo de documentación. Cosas de aquella época en que la televisión era en blanco y negro y mandaban los vencedores con ese tipo de poder autoritario y paternalista que hace que el pueblo, tratado como un niño al que controlar, haga lo que hacen los niños cuando dejan de serlo ante los ojos incrédulos de unos padres que niegan la evidencia y que aprietan el lanzo tanto como pueden: mentir y trapichear a escondidas, disimulando y poniendo cara de buenos.

Pero él no creía en nadie. No debía obediencia a nadie salvo a sí mismo. Hacía años que había renunciado a crecer bajo el mandato de una autoridad o un modelo a seguir. Con apenas diecisiete años huyó sin mirar atrás y desde ese mismo instante tuvo a bien sobrevivir sin más, sin preguntarse ni una vez qué sería de aquellos que le dieron un nombre, una educación y poco más. Quizá en realidad le regalaron un tesoro: al ponerle un nombre le ofrecieron una existencia y él era libre de hacer con ella lo que le viniera en gana. Pero sabía que el nombre era cedido, ni siquiera era el nombre que le pertenecía por derecho, ese se lo negaron. Era un nombre vergonzante, y le pusieron otro que escondía la vergüenza a ojos de los desconocidos, de los más desconocidos, porque los que eran cercanos a él sabían que su nombre era en realidad de otro y no le pertenecía. Le quitaron todo lo que le pertenecía. Todo. Incluso la identidad. Que nadie sepa que eres hijo de quien eres, que nadie sepa que tienes madre. Mejor que piensen que has salido de la tierra del huerto en el que su abuela hacía plantar lechugas y tomates porque decía necesitar para ser feliz el olor a tomate recién arrancado de la mata. Sí, mejor ser el hombre que nació en un bancal, hombre de barro, como un Adán, o quizás sería mejor decir un Gólem, porque su dios creador se horrorizó ante la idea de haber dado vida a esa criatura. Un monstruo. Un ser inadecuado. 

El niño Gólem creció deformándose. El barro del que estaba hecho se resquebrajaba a medida que crecía. No soportaba la forma adulta. El barro es maleable, como la infancia, pero en cuanto la conciencia se endurece, se hace grande y no puede disimular aquello que sabe, el barro empieza a resquebrajarse y cede a las presiones que los recuerdos ejercen desde dentro. La amalgama de fango empieza a desmoronarse como una montaña que no ha soportado la lluvia torrencial.

Rafael era ese Gólem deforme al que no se le había borrado la primera letra de la frente de milagro. De muchos milagros. Y ese Gólem era mi abuelo.



No hay comentarios:

Publicar un comentario