lunes, 17 de febrero de 2014

Viento

 Hace un par de días un ciclista, equipado desde el casco hasta las bambas especiales con anclajes para pedales, me preguntó a primera hora de la mañana en mitad de una acera del barrio con vistas al mar en el que trabajo si por ahí cerca había un karaoke. Después de conseguir apartar un mechón de pelo que el aire se empeñaba en pegarme a la boca, le contesté que sabía de uno en un centro comercial cercano. Mi respuesta no debió convencerle porque paró a otra persona para intentar averiguar algo más sobre el karaoke que andaba buscando a unas horas y con unas pintas absurdas.
Seguí mi camino y me olvidé del señor del casco, tapabocas y mallas.
A la hora de la siesta de ese mismo día vi de lejos otro ciclista. El chico avanzaba haciendo un caballito sobre la rueda trasera. Así lo vi llegar, así pasó por mi lado y del mismo modo lo perdí de vista.
El ciclista equilibrista me ayudó a darme cuenta de algo: hacía mucho aire.
No parece que una cosa tenga que ver con la otra, pero supe que había una relación. La actitud extravagante de los ciclistas se debía al viento. Tenía que ser eso.
Toda esa semana estaba soplando fuerte, decían en el telediario que las rachas podían llegar a los noventa kilómetros por hora en nuestra zona, subiendo hasta los ciento veinte en Cap de Creus. De camino a casa vi volar hojas, papeles y plásticos abandonados en las aceras, como en aquella escena de la película American Beauty. También pude ver varios paraguas vueltos del revés tirados en las papeleras. Había llovido justo antes de amanecer.
Pensé que el viento, cuando sopla así de fuerte, nos hace bailar de un modo similar a como hacía con esos papeles y hojas, pero por dentro. El aire se nos cuela por los huecos de las mangas, nos sube por las muñecas y encuentra siempre rendijas por las que colarse entre nuestra piel y nuestros huesos. Una vez que consigue entrar por un arañazo o por debajo de nuestras uñas, o enredarse entre nuestro pelo, ya no podemos salvarnos de su poder. Nuestra cabeza se convierte en el ojo de un pequeño huracán inadvertido. El torbellino nos remueve por dentro, deja en nuestros suelos las ideas más pesadas y eleva los pensamientos ligeros, los sueños volátiles, las ilusiones leves, los deseos etéreos. Los pone a danzar. No somos muy conscientes de esos efectos, pero de pronto, sin poder controlarnos, sentimos la necesidad de cantar, saltar, llamar a alguien del pasado, escribir un poema, apuntarnos a un curso de inglés o de flauta travesera, comprarnos una palmera en una isla desierta, o unos tacones de diez centímetros y un rouge de Dior. Y casi siempre queremos gritar.
Recordé al ciclista con ganas de cantar y sonreí. Se le había metido dentro el vendaval.


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