lunes, 3 de febrero de 2014

El olor a manzanilla del patio de mi abuela


En el trabajo cada día me pongo melancólica a la hora de comer. No entendía por qué, pero ayer me di cuenta de algo. Por el hueco de la escalera sube el olor a la comida que mis compañeros traen de casa y recalientan en el microondas. Se cuela por las rendijas de la puerta de mi despacho, llega hasta mi nariz y me pone triste. Sobre todo me deprime el olor a lentejas en fiambrera.
Curiosa relación la de los aromas y las emociones.
El olor de la manzanilla me trae a la memoria la casa que tenía mi abuela cuando era una niña. Colgaba matojos de esa planta por todo el patio para que se secaran al sol y utilizarlos luego para cocinar o para infusiones. Me encantaba arrancar las flores y olerlas, las aplastaba con los dedos para que se me metiera su perfume en la piel y poder sentirlo más tarde. Amaba ese olor. 
También recuerdo el olor acre, horrible para mi nariz de niña, que desprendía el gallinero que tenía mi abuela en la parte de arriba de la casita. Siempre que voy a uno de esos restaurantes con un pequeño corral lleno de conejos y gallinas que los padres enseñan a sus hijos después de comer, me viene a la memoria el día que nacieron ocho pollitos y medio en casa de mi abuela. Me senté juntó a mi madre a esperar que fueran saliendo del huevo uno a uno. Los veíamos aparecer, primero el pico, luego la cabeza y todo lo demás. Me parecía increíble. Pero uno de los huevos no se abría. Se balanceaba y abultaba un poco, pero el pollo que estaba dentro no parecía tener la fuerza suficiente para salir. Mi madre me invitó a ayudarle y entre las dos rompimos la cáscara. El pobre bicho estaba enfermo. Era delgado, marrón, no tenía plumas y sus ojos eran enormes, desproporcionados. Aún no me habían hablado de la muerte, sin embargo, en aquel instante supe que ese animal no saldría adelante. Y al ser testigo de ese nacimiento frustrado entendí qué había pasado con el gallo enorme que reinaba en el gallinero. Me acordé del arroz con carne que comimos el domingo anterior, justo cuando me contaron que el gallo se había ido y no entendí muy bien a dónde.
Desde ese día para mí la muerte huele a jaula de pájaro.

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