jueves, 12 de marzo de 2015

Las alas de los niños

Los niños no quieren comer. Son las madres las que les persiguen entre los columpios para que muerdan una manzana o un bocadillo.
Los niños no quieren irse dormir, se tiran al suelo y se agarran a los marcos de las puertas porque no quieren regalarle ni un minuto de su tiempo lento a la noche.
Sólo quieren vivir y no les importa morir en el intento, pero las madres nos empeñamos en que se sienten y coman, o en que escuchen nuestras nanas desentonadas hasta que entren en trance de sueño.
Los niños no se conforman con sobrevivir, pero las madres les enseñamos, merienda tras merienda, cuento tras cuento, que no son inmortales. Y no pensamos en ello, no percibimos que esa es la gran lección que tenemos que enseñarles. Niños, también moriréis, todos moriremos.
Inocentes, no saben que llegará un día en que masticarán compulsivamente la rabia y la pena que darán un sabor amargo a sus platos de pasta recalentados y a las pizzas que un chaval sin camino les llevará a casa saltándose semáforos en rojo. Ni si quiera pueden intuir que llegará el día del sexo rápido e higiénico que necesitará el remate compartido a mordiscos de un dulce relleno de frustración y silencio.
Y se despertaran una mañana y también ellos apretarán los párpados con la esperanza de no tener que despegarlos más.
Las madres les enseñamos que no serán capaces de volar mientras deseamos tirarnos por los balcones pensando en cosas felices.
Ninguna experiencia como la maternidad, dicen. Y será cierto, nada es comparable a la tristeza de tener que arrancarle las alas a los niños.

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