viernes, 27 de marzo de 2015

Nunca he visto un muerto

Nunca he visto un muerto.

Cientos de cadáveres han pasado por delante de mis ojos mientras veía los informativos u ojeaba los periódicos, pero no cuentan. Cuerpos masacrados a machetazos, trozos sanguinolentos esparcidos por calles llenas de gente que se echa las manos a la cabeza tras una explosión, fragmentos casi invisibles de 150 personas que la locura o desesperación de un solo hombre ha estrellado contra el suelo. Cuerpos sin nombre ni cara que están lejos y son tantos que no importan. No les importan a nadie. Tal vez a alguna ONG sin ánimo de lucro y con conciencia. 

Los muertos llegaron a mi vida cuando tenía ocho meses, pero no me acuerdo, me lo han contado. Mi primer difunto fue narrativo y dramático. Era el hermano de mi padre. Murió con 22 años, a una semana de su boda, estrellado contra un techo por el ascensor que reparaba. A Pedro Piqueras le habría encantado conocer los detalles de su muerte y convertirlo en otro de esos cadáveres que tampoco a él le importan pero que generan morbo, tan eficaz para atrapar la atención. Tenía mal genio y unos bonitos ojos verdes que no pudieron mirar a nadie por última vez. Se llamaba Juan, creo. Al escribir sobre él me he dado cuenta de que desde que se murió mi abuela (mi quinto familiar fallecido) nadie me habla de él y cada vez está más muerto.  

Mi bisabuela era casi un fantasma cuando empecé a ser consciente de su existencia. Enjuta, blanquecina, vestida de luto riguroso. Me daba miedo y odiaba que me obligaran a besarla porque sentía que estaba besando a la última Parca. El mal genio que caracteriza al lado paterno de mi familia empezaba en ella. Después de comer el arroz del domingo, se sentaba al lado de mi madre y le contaba una y otra vez las penurias de la guerra que le amargaron el gusto por la vida. Ella fue mi segundo muerto. Se murió justo el día que me marchaba de colonias. Tenía 12 años ya, pero mis padres fingieron que no pasaba nada para no aguarme la excursión (se habían atrevido a dejarme dormir fuera de casa por primera vez en mi vida). Nunca he entendido esa manera de aislar a los niños de la verdad y de la muerte. Como si el no saber protegiera de algo. Pero con doce años podía escuchar y leer entre líneas, así que me fui de colonias disimulando que sabía que mi bisabuela había muerto. Fue rara esa primera noche de duelo en un tren litera con destino a la Expo de Sevilla del 92. Me molestó que viniera a recibirnos a la estación la mascota de la Expo, Curro, con la alegría pintada en su pico y su cresta multicolor, y que mi padre me negara la oportunidad de expresar mi desconcierto, pero sobre todo, que me privara, con su silencio, de la posibilidad de recibir una explicación. A mi vuelta, mi bisabuela ya ocupaba un nicho estrecho que sólo vi al cabo de muchos años, cuando lo abrieron para remover sus huesos y hacer sitio al cuerpo de mi abuela. No recuerdo cómo, pero mi padre se enteró de que me marché sabiendo y se enfadó mucho. Le oí discutir con mi madre, se quejaba de mi frialdad. Escuchar esos reproches desde detrás de una puerta me hizo daño y me confirmó lo que ya intuía: que yo no sabía reaccionar ante las situaciones difíciles con normalidad. Ni sabría hacerlo nunca. Sentí rabia contra mi padre, me acusaba de insensible y frívola cuando él no había sido capaz de normalizar algo tan inevitable como la muerte de una anciana. Le parecía mejor su fingimiento que el mío. Todavía hoy no sé cuál fue menos malo.

Y llegó el día más terrible. Fue una tarde de otoño, hacía frío y todavía no me había quitado el pichi gris del colegio. Estaba en casa con mi madre y mi hermana cuando sonó el teléfono. Mi madre lo descolgó y al cabo de un instante emitió un lamento que vuelvo a escuchar cada vez que veo la imagen de un animal atrapado en un cepo. Después se desplomó y empezó el silencio. Tras el ruido seco de su cuerpo contra el suelo no soportó ningún sonido que no fuera el de su llanto durante muchas semanas. Se había muerto su hermano pequeño a los veintisiete años. Mi tercer muerto volvía a ser dramático. Otro hermano pequeño y joven que desaparecía violentamente. Se murió en un parque. Iba allí de tanto en tanto a pasear a su perra, que aguardó junto a su cuerpo hasta que les encontraron. Alguien le quitó la vida, aunque nunca supimos quién fue ni por qué. 
Esta vez tampoco pude ver su cuerpo inerme. Mi madre, cuando recuperó el habla, me lo describió mil veces, contó en voz alta, uno a uno, los botones de la camisa que le habían arrancado en un forcejeo, a mi tío, que era el chico más fuerte y guapo de mi mundo, tan pequeño todavía, pero no me permitió ir al tanatorio ni al cementerio. Con trece años no me creyó preparada para afrontar el dolor propio ni para ser testigo del ajeno. Pero no me lo dijo, simplemente nos dejó, a mi hermana y a mí, en casa de unos vecinos que ni siquiera me caían bien mientras pasaba todo. 

Al final, de tanto callarme la muerte, empecé a sentir miedo y necesité negar la posibilidad de acabarme, así que decidí no mirar a la cara a ninguno de mis muertos posteriores y no entré en esa sala con olor a flores moribundas donde permanecieron expuestos los cadáveres de mis tres abuelos, que se apagaron en poco años, como fichas de un dominó que el tiempo golpeó e hizo caer una detrás de otra. 

Nunca he visto un muerto. Sin embargo, al ver los trocitos del avión estrellado pienso en la tristeza de los familiares de los 150 cadáveres diseminados por los Alpes y en su imposibilidad de consuelo. No podrán acariciar por última vez los cuerpos amados, no podrán contar los botones de sus camisas ni echarse a llorar sobre sus pechos helados. 

No me despedí de ninguno de mis muertos y pasan los días dentro de mi armario y me dan las buenas noches cuando guardó la ropa antes de acostarme. Hay uno que me mira a menudo desde los ojos de otros hombres que me cruzo por la calle y otro, cada noche, se sienta a los pies de mi cama y me susurra los nombres y fechas que necesito para contar su historia. 'Cuéntala, no te la guardes', me pide antes de volver al armario. 

No hay que callarle la muerte a los niños. No hay que ocultarles que ellos también son mortales. Todos tenemos que aprender a decir adiós, a todos tienen que enseñarnos.

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