miércoles, 17 de junio de 2015

Diario de una ansiosa III. La duplicidad.

He soñado que me estaba meando y que el baño del lugar indeterminado y bucólico en el que me encontraba estaba ocupado. Era un baño exterior, como el que algunas casas antiguas tenían fuera de la vivienda, en el patio. Picaba a la puerta, pero las voces, dos diferentes, las dos de mujer, que me llegaban del interior no me respondían. Hablaban entre ellas, susurraban órdenes que obligaban al placer. Luego me llegaron jadeos pero ni la curiosidad excitada por el sexo ajeno conseguía distraerme de mis ganas de orinar. Al final me levanté la falda y me agaché justo al lado del retrete de madera. La hierba me hacía cosquillas en los cachetes y mis orines calientes me salpicaban los tobillos, pero era tal el alivio que me daba absolutamente igual la incómoda pose ridícula y la suciedad. Estaba aún en cuclillas cuando salieron del lavabo las dos mujeres. Eran de mi edad pero su estética resultaba adolescente, con sus melenas trigueñas hasta la cintura, con vestidos floreados de vuelo, con sandalias planas de color marrón. Eran iguales sin serlo del todo. Desde mi posición vi que una de ellas tenía las espinillas llenas de arañazos y de sangre reseca, como si hubiera caminado entre zarzas. Las piernas de la otra tenían una pelusa rubia que pude apreciar al trasluz. Me recordó a la piel rubia de un melocotón de viña, pero no tenía ni una sola imperfección. Se pararon al verme. Me levanté de manera refleja, olvidando mi bragas arrugadas a la altura de mis rodillas. Sus ojos también eran algo distintos: los de la mujer de las espinillas de niña mala me desafiaban, los de la otra mostraban temor. Esos cuatro ojos acabaron con mi sensación de desahogo, me hicieron sentir vergüenza. Me sonrieron y se despidieron agitando cada una su mano derecha. Mientras se alejaban vi como las dos siluetas se fusionaron en un solo cuerpo. Pensé que había sido testigo de cómo una mujer dividida había logrado la comunión de sus dos yoes a través del orgasmo. El placer tan reciente me había permitido contemplar su dualidad justo en el momento de la reconciliación. El orgasmo como expresión deshinibida del yo más verdadero.
Entré en el retrete a por papel con el que limpiarme las gotas de pis que me resbalaban por los pies. El espacio era oscuro, sólo iluminado por varios haces de luz que se colaban entre las rendijas de los tablones mal ajustados. Sobre el lavamanos, una jofaina antigua y un grifo de plomo, había un espejo con las esquinas descantilladas. Al mirarme me sobresaltó descubrir el reflejo de una mujer detrás de mí. Era igual que yo, salvo por la fiereza y determinación de su mirada y por los arañazos que dibujaban unas líneas rojizas en sus pómulos, como pinturas de guerra.
Salí precipitadamente de ese cubículo. En mi huida me giré para comprobar que no me perseguía esa réplica guerrera de mí misma.
Me desperté asustada justo cuando se abría la puerta de madera. Salté de la cama y me fui directa al lavabo. La responsable de mi pesadilla había sido mi vejiga llena lanzando mensajes de auxilio a mi cerebro en plena fase REM.
¿Por qué mi cerebro no me hizo soñar que me desahogaba mientras nadaba desnuda en una playa de agua transparente? ¿Por qué no me deja descansar de noche? ¿Por qué incluso en sueños me recuerda que se me está resquebrajando mi piel convencional y reseca por la presión que ejerce desde mi interior la mujer salvaje y despeinada que llevo prisionera dentro y que invocaría tormentas bailando descalza si fuera necesario?

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