jueves, 11 de junio de 2015

Diario de una ansiosa II. Los pelos de Marilyn Monroe

Tengo sueño, ahora que ya ha pasado la media noche, pero también a media mañana y a media tarde.
Lucho por no dormirme porque con las pastillas mágicas que me recetó el médico cada vez que me duermo es como si me cayera muerta boca abajo sobre una cama, como Marilyn Monroe, de la que ayer nos contaron muchas cosas importantes, datos aportados por dos operarios de la morgue que acudieron a recoger el cadáver y que estas alturas deben conservar menos dignidad que pelo (no sé por qué pero me los imagino calvos y blancuzcos de piel). Nos han relatado, los diarios, las teles creo que también, que muerta no estaba tan guapa ni provocaba las mismas ganas de follársela a la vez que amarla profundamente que sentían los seres vivos al verla sonreír. Nos han revelado datos de vital importancia para despejar la incógnita sobre su muerte, como por ejemplo que llevaba más de dos semanas sin teñirse el pelo y sin depilarse (debo de estar al borde del suicidio desde que he sido madre), y que se rellenaba los sujetadores para aparentar más pecho. Estos operarios de la funeraria son los únicos mortales que no han visto esas fotos famosas de la aún Norma Jean sobre un fondo de terciopelo carmesí, u otras tras un pañuelo que no tapaba los pechos no tan generosos de Marilyn, ni tan desafiantes como la legión de tetas operadas que se ve últimamente en las playas y que acongojan a las mías, tan reales y maternales.
Hoy tengo la mirada lírica y la boca dulce. He visto poesía en mi soledad, en mi incapacidad para pedir ayuda, para hacer una llamada de teléfono o para gritar en medio de la calle. Eso sí sería un auténtico poema: una mujer ansiosa chillando en una plaza, rodeada de ancianos asombrados y entretenidos por el espectáculo repentino y gratuito de mi histeria. Histeria femenina. Casi sobra el adjetivo. Desde los inicios de la psiquiatría nos otorgaron este tipo de locura, que los primeros médicos pretendieron curar masturbándonos (lo de los electrochoques no funcionaba, así que probaron técnicas más manuales). Y los orgasmos, que por aquel entonces probablemente eran tan preciados y raros como las angulas en Navidad, nos relajaban unos segundos. Diagnóstico: nuestra ansia se debía a la naturaleza pecaminosa de nuestra condición de hembra tentadora reprimida por los corsés y la moral, así que mejor encerrarnos y negarnos el placer liberador.
Mi ansiedad, o las pastillas, me restan ganas de follar, así que mi histeria seguirá dándome sueño y poniéndome la boca dulce. El azúcar me calma y me alivia de la sensación de sopor. La crema de cacao manchando la comisura de mis labios es lo más cercano al placer que encuentro estos días. Hasta me relamo como una gata en vez de usar una servilleta para limpiarme los restos de chocolate. Y me chupo los dedos y los cuchillos afilados hasta cortarme un poco, lo justo para que me invada el sabor a hierro de mi sangre.
Ya no chupo las llaves como cuando era una niña y disfrutaba de ese gusto metálico en la boca, pero cuando me muerdo y sangro también me relamo. Y estos días necesito lamerme las heridas que me hago.
Hoy también me he cortado el pelo. Yo sola. Delante del espejo del baño, a las once de la noche. Quizás sí estoy un poco loca. He recordado muchas escenas de películas en las que la protagonista femenina desquiciada, o sobrepasada por sus circunstancias, se corta el pelo con las tijeras de partir en dos el pollo (cuando aún se compraban enteros y como mucho la carnicera te quitaba el esternón y lo tiraba a un cubo después de preguntarte si lo querías para el caldo). Natalie Wood lo hace maravillosamente en Esplendor en la hierba. Sólo me he cortado la melena unos tres centímetros, así que no puedo afirmar que haya sido un gesto motivado por la necesidad de verme como si fuera otra.
Y, sin embargo, tengo que aprender a ser otra.


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