miércoles, 10 de junio de 2015

El olor de mi miedo

Vivo en un barrio amable que asciende por una colina con sus edificios de cimientos como planos inclinados. Es un barrio en el que las abuelas se despiden del conductor del microbús que les ayuda con las cuestas con un 'hasta mañana, majo' y te hacen esperar tu turno un buen rato en el puesto de fruta del mercado porque no se marcharán con su bolsa con sus tres tomates y dos pimientos verdes para el sofrito hasta que hayan preguntado a la verdulera por los resultados de los exámenes de su hija y la hayan puesto al día de su último dolor de rodillas. Es un barrio lleno de ancianos que empezaron aquí su vida por segunda vez casi en pelotas, como recién nacidos, después de coger un tren que les dejó desamparados en la Estación de Francia, con esa rosa de los vientos del vestíbulo pitorreándose de ellos. ¿Hacia el norte? ¿Hacia el sur? A casi todos les acababa sugiriendo que se dirigieran hacia un lugar alto desde el que poder ver el mar, porque ese paisaje les aseguraba la nostalgia y la memoria de la huida, y de paso permanecían lejos de la vista de los que habitaban en terrenos más planos y cuadriculados.
Es un barrio amable en el que también viven mendigos a los que nunca he visto pedir limosna.
Hay uno, un hombre bajito de unos sesenta años, que saluda cada mañana a la panadera que le regala una barra de pan o una pasta antes del cierre, y se marcha tras dar las gracias chancleteando con unos zapatos dos o tres números más grandes. Este es un mendigo silencioso del que me inquieta su expresión de sorpresa, como si su intemperie le hubiera pillado de improviso al estallar una tormenta repentina de finales de agosto.
Pero no todos los mendigos de mi barrio son así de tranquilos. Hay un hombre maduro, de belleza devastada, que se lamenta a gritos de su mala fortuna, que le increpa a su puta vida, que se enfrasca en auténticas peleas de taberna con su enemigo invisible. De niños algunos tuvimos amigos imaginarios a los que llenábamos la taza de plástico a la hora de jugar a las casitas, pero, según vamos creciendo, ese compañero de soledades se convierte en ocasiones en un fantasma aterrador en el que podemos ver nuestro rostro descompuesto. Y eso es lo que creo que le pasa a ese hombre que vive borracho en los alrededores de una gasolinera y asusta a los niños con sus insultos al aire. Lleva sus cuatro trapos y sus cientos de derrotas en una mochila negra que siempre carga en la espalda. Da igual que esté quieto, parado en un banco, no se separa de ese macuto cuyo peso debe ser lo único que lo mantiene en contacto con el suelo sobre el que duerme.
Y cerca de mi casa, en mi calle, una pareja de treintañeros muy morenos, tal vez portugueses, vive en un cajero. Él siempre lleva un cartón de vivo barato en la mano, blanco para desayunar, tinto a partir de mediodía; y en los ojos, la hinchazón y la rabia del agotamiento. Ella llora a veces cuando lo ve fuera de sí. La he visto llorar sentada en el alféizar del ventanal de la fachada de la biblioteca que está justo en frente del cajero que es su hogar. Cruza de acera para sentirse aún más sola y desahogarse. Y todavía le da vergüenza que la miren. Él es muy alto y está tan delgado que parece un cantante de rock de sensibilidad torturada. Camina como un rockero, canturrea en otro idioma y saluda a los niños con su voz rota. Pero su sufrimiento es de este lado del mundo y no tiene nada de pose. Le dice hola a Noa casi a diario, cuando pasamos por delante del cajero del que acaban de echarles porque tienen que borrar los rastros de su terrible olor corporal antes de abrirlo al público. Su hola pretende ser cariñoso, pero el alcohol lo transforma en un sonido desagradable y agresivo, y mi hija se queda muda y no se atreve a nada. Ni yo tampoco. Me da miedo su mirada de furia muerta y enquistada. Me dan miedo sus párpados abotargados y su juventud herida de muerte, me da miedo que él nos vea, a pesar de los esfuerzos que hacemos los demás habitantes de un barrio tan amable para no verlo.
Y también me da mucha vergüenza que él huela ese miedo, que quizás apeste más que sus orines deslizándose calle abajo.

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