sábado, 6 de junio de 2015

Diario de una ansiosa I

Día1.

Al salir por la puerta de casa la sombra de unas alas me ha hecho levantar la vista. Una gaviota enorme volaba bajo entre dos edificios intentando cazar una paloma que dibujaba en el aire un zig zag desesperado.   

Una señal agorera para empezar mis días de baja laboral. Ayer fui al médico. Pensaba que me vería un psicólogo, pero el que me visitó era en realidad un psiquiatra. Cuarenta y cinco años, gafas de chico estudioso y responsable, dedos finos de seminarista. Tenía que evaluarme porque llevaba unos tres meses arrastrándome para llegar a la noche.

No soporto las manos de los hombres delicados. Me dan repelús. Prefiero los dedos encallecidos de los que trabajan con sus manos. Las manos de los hombres que no han usado herramientas, que no se han cortado la yema de los dedos con una mola, que no se han machacado los nudillos con un martillo, me resultan incompletas, como si el cuerpo de hombre adulto conservara un par de muestras inmaculadas de la infancia que acabará usando para la sangre y para la carne, y la combinación de esa estética y ese fin me resulta incongruente. Será porque los hombres de mi familia siempre han tenido callos en sus palmas y han olido a grasa. Será cosa de la memoria tribal. Aunque tampoco exijo mucho, me conformo con manchas de nicotina. 

El psiquiatra se ha levantado a buscar un informe antiguo al saber que no era la primera vez que me visitaban en ese lugar. Había pasado casi una vida desde aquel entonces, pero parecía ser que guardaban todos los archivos. Al volver traía entre sus manos un portafolio de color cartón. No había hecho los deberes, lo abrió sin importarle que estuviera yo delante y empezó a leer en unas páginas manuscritas lo que le angustiaba a mi yo primitivo. No entendía la letra y me ponía nerviosa tener delante a un desconocido curioseando secretos, temores o ridículas obsesiones antiguas sin ningún pudor ni miramiento frente a la dueña de todas esas intimidades. Acerté a ver un gráfico en el que el psicólogo que me visitó entonces, otro hombre de manos finas, me situaba en un globo, rodeado de nombres: padre, madre, hermana. Otra vez anotaciones ininteligibles. Qué rabia me daba no poder leerlas. Seguro que allí había cosas sobre mí que ni siquiera recordaba. De repente el psiquiatra me preguntó si entré en Bellas Artes. Efectivamente, en esas páginas estaba una parte de mi prehistoria. No. No entré.   
Tardó una eternidad en acabar de repasar mi historial. Tuve tiempo de recordar quien había dejado de ser y me sobraron unos minutos para fijarme en el póster horrible en tonos otoñales de una barca con los remos metidos en su interior que estaba colgado en la pared, sin marco y escorado a la izquierda. Una barca que no podía ir a ninguna parte. Menuda interpretación podía hacerse de esa ilustración colgada en ese lugar. También pude calcular los centímetros que medía la línea oscura originada por el roce del respaldo de la silla del médico en la pared del fondo: unos cuarenta, y contar las veces que salió alguien invisible desde mi posición al patio interior que se veía desde el ventanuco estrecho y alto que había en la consulta: cinco. Por fin acabó de hacerse una idea de la veinteañera en crisis que fui y decidió enfrentarse a la mirada de la casi cuarentona en crisis que soy.
Hablamos un buen rato. Me preguntó qué me pasaba. Le contesté que me sentía encerrada en la jaula menos fea que encontré. Que me ahogaba en ese espacio. Y que mi rutina y mi falta de tiempo libre no me permitían asfixiarme en paz. No podía soportar más la absoluta disponibilidad que se requería de mí, hasta el punto de sentir una ansiedad insoportable cuando llegaba a casa y mi gato me pedía con insistentes maullidos su comida especial. ¿A mí quién coño me preparaba una cenita especial? Los requerimientos de mi gato me hacen llorar más que las rabietas de mi hija o que mi trabajo, tan absorbente como poco reconocido, y que me hace sentir como una Alicia que se ha bebido hasta la última gota del frasco que estaba esperándola al fondo del pozo por el que se ha caído.
El psiquiatra me explicó que mi organismo se estaba resistiendo a hacerse inmune al veneno que tragaba a diario. Mi cuerpo prefería ahogarse a atender un requerimiento más. Y lo haría si no empezaba a tomar unas pastillas mágicas en las que se leía Tómame (preferiblemente con cada comida).

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