viernes, 9 de octubre de 2015

Diario de una ansiosa XII. ¿De qué hablan las mujeres?

Tres madres desayunan en un bar casi vacío. Es la mañana de un viernes laborable. Me molesta el ruido que hace la camarera al golpear el brazo de la cafetera contra un cubo para soltar los posos del café y el estrepitoso taladro de un obrero que rompe el asfalto de la calle cortada. Escucho que hablan de niños, colegios, cursos, profesoras... Se refieren a 'nuestra Carla' y todas coinciden al negar que esa Carla de su propiedad haya podido hacer algo que, por las caras, les parece horrible. Mientras, callo y miro de reojo. No hago ruido. Me pregunto qué diría si estuviera sentada a esa mesa y me respondo que nada. No sabría qué añadir. Pensaría alguna estupidez, alguna broma inapropiada que me guardaría. Y sonreiría. Menos mal que la genética fue previsora y me armó con una dentadura poderosa tras la que parapetarme cuando me siento fuera de lugar.
Escribo en una libreta una pregunta:
¿De qué hablan las mujeres?
Las tapas tienen preciosas ilustraciones de pájaros en tonos sepia y malva. He escrito mi nombre y mi primer apellido en la primera hoja, en el margen derecho, como cuando era niña y quería dejar claro que un cuaderno me pertenecía, como su vacío y todas las letras que se pudiera tragar.
Estoy aceptando que mi silencio esconde la certeza de la mediocridad. Dolorosa y paralizante. Todo lo que hago lo hacen mejor los demás. Y el deseo de ser yo me parece inapropiado y me angustia. ¿Dónde me nace el miedo a ser, esta inseguridad? ¿Dónde tengo esa raíz retorcida que ha ido atravesando a las mujeres de mi familia hasta hundirlas en el suelo por el que se arrastraban?
Sólo me siento libre con el cuerpo paralelo a la tierra, al mar y al cielo. Cuando me tumbo y sueño, o beso y me besas y deja de importarme la identidad porque se me abren mil flores en la carne. No digo nada, los jardines son mudos, así que no me hables, te entrego mi silencio y permito que me arranques las margaritas del pelo. Sólo tus ojos ven quien soy, sin las letras que forman mi nombre sin pasado y las demás palabras que me cubren. Yo.
¿Qué ves? Por favor, dime qué ves.
Las mujeres de mi familia, hace años, hablaban mucho, me contaban que para vivir habían tenido que salir del barro, como Lilith. Su aliento olía a la menta que se reblandecía en los pequeños vasos de té dulce mientras charlábamos. Me contaban de hijas que sobraban y atravesaban mares para criarse en lugares que ya no existen con parientes que no las querían tanto como podría haberlo hecho una madre. Me hablaban del chico perdido que dio origen a la estirpe, me decían que yo me parecía mucho a ese joven que se negó a sentirse despreciado y huyó, ocultando su rastro a esa familia que se avergonzaba de su nariz aquilina y de las ondas de su pelo tan negro. Mi abuela, la niña regalada, se casó con mi abuelo, el muchacho miope y de piel morena al que nunca le habían hablado de su madre de nombre impronunciable. Y así fue cómo dos seres incompletos empezaron a refugiarse cada uno en los huecos del otro. Mi abuelo nunca rellenó los espacios en blanco de su álbum de fotografías, ni confesó que no sabía quién era ni quién hubiera podido ser. Se conformó con subir un barranco y vivir sin ser capaz de querer; nadie le había enseñado a hacerlo.
Ahora, las mujeres de mi familia ya no hablamos tanto. Se nos enfrían las tazas entre las manos mientras se nos atragantan las palabras.
Volví a abrir la libreta y escribí debajo de la pregunta algunas respuestas:
Las mujeres no hablamos del pasado que somos.
Ni del yo que se nos fue al parir.
Ni del aire que nos falta cuando hay un exceso de silencio en el salón.
Yo no hablo de lo pequeña que me siento cuando no estoy sola.
Ni del amor de Noa, que me desborda.
Ni confieso que temo haber heredado la incapacidad de amar y la costumbre de dejar pasar el tiempo.
Hablamos del chocolate, que cura la melancolía.
De aquellas que no vamos a ser.
De lo mal que secan las toallas de microfibra y del frío que ha empezado a colarse por las rendijas.
De la fuerza de los hombres. De sus antebrazos, de sus nucas y de sus manos, que pueden sostener un mundo o aplastarlo.
También repasamos las fotografías de las chicas muertas que salen en la televisión y en los periódicos.
Mujeres que perdieron la voz por ser bellas, a las que les entró la muerte por ser puerta de vida.
El miedo nos calla.
Luego explico que, ayer, la profesora me contó que Noa no quiso comer.

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