viernes, 9 de octubre de 2015

Diario de una ansiosa XIII. Charcos

Me he despertado por un ataque de tos de Noa. Tengo los ojos vidriosos y me pica la garganta. El malestar físico viaja rápido entre su cuerpo y el mío. La he sacado de la cuna y me la he llevado a la cama con la esperanza de que se volviera a dormir un rato. No lo ha hecho. Tose, bebe agua a sorbos sonoros y se ríe. Admiro ese empeño infantil por ser feliz. Incluso a 39 de fiebre a las cuatro de la mañana del primer día de toda una larga semana.
El otoño avanza dentro de mí, me rellena de hojas secas que se me arremolinan con las corrientes de aire. Cada final de verano me siento como si releyera las últimas páginas de El gran Gatsby. El último día de playa no soy yo la que sale del mar, es mi cuerpo hueco. Mis vísceras se quedan sumergidas en el agua, como en una pecera de formol, a la espera de la vuelta de la luz, el sol y la levedad del tiempo suspendido.
Sólo conservo en mi interior los pulmones. Son delicados y la humedad no les va bien. Esta noche resoplan debido al asma que arrastro desde niña y que cada vez que ataca me hace sentir la misma mocosa que acercaba la cabeza a un cazo de agua hirviendo con unas cuantas hojas de eucaliptos flotando. Recuerdo ese olor penetrante y el escozor de ojos que me provocaba la temperatura del agua. Veo el brillo febril de la mirada de Noa y me reconozco en ella aunque sus ojos se parezcan tanto a los de su padre. Su tos también me pertenece, como los lunares que le van manchando la piel y su rabia impaciente.
Intento que se acostumbre a las esperas, enseñarle que casi nada sucede en el momento del deseo, que casi todo llega a destiempo, cuando estamos cansados ya de los mordiscos del ansia y la ilusión ha perdido el helio que la mantenía a flote.
Me cuesta que lo aprenda. Cada nuevo impulso es una lección. Todavía no puedes comer un helado. Primero están la menestra y el pollo. Ahora no es momento de parque, quizás luego, si me obedeces, si no gritas, si no lloras, si no te tiras al suelo de la rabia que te provoca la frustración.
Yo también me tiraría al suelo. Y patearía y lloraría. Pero sólo aprieto la mandíbula y la mano de Noa, que se retuerce entre mis dedos tensos porque quiere liberarse. Como todos. El primero de los demás los deseos.
Al menos esta mañana no tendré que sufrir la despedida en la guardería. No se acostumbra. Se agarra a mi ropa con una fuerza que me sorprende cada vez. Es tan pequeña que me cuesta imaginar de dónde sale el poder de ese amor. Ningún otro ser humano se ha aferrado así a mi cuerpo nunca y su exigencia desesperada me asusta. Salgo de su aula como si me hubiera arrastrado un tsunami; tengo que recomponerme la ropa, tocarme los lóbulos de las orejas por si he perdido un pendiente en el forcejeo y respirar hondo para evitar ahogarme. Boqueo despacio, sin desesperación, quizás gracias al desapego que me regala la química, hasta que las hojas dejan de crujirme en los pulmones; mientras, voy abriendo y cerrando puertas con los pomos a la altura de la garganta.
Últimamente, se me deshacen todas las ganas, se me quedan en charcos a los que me asomo buscando un latido rojo en su fondo.

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