martes, 13 de octubre de 2015

Diario de una ansiosa XIV. Un, dos, tres, pica pared

Se gira, me mira, pero no me muevo y tiene que volver a contar, hasta diez, o cien, o mil, da igual, porque cada vez que se gire seguiré inmóvil, aguantando la respiración, con los ojos cerrados y pensando en aquellas ranas que vimos en Costa Rica durante la luna de miel. Las veías en el suelo, ellas percibían tu mirada y se quedaban muy quietas como si la ausencia de movimiento las convirtiera en pequeños anfibios invisibles. Son bichos rapidísimos y aun así se paralizan y por su cerebro de batracio debe de pasar algo parecido a una idea como un eco: 'no te muevas, no respires, estás dejando de ser rana, eres suelo, una piedra, un montoncito rugoso de arena, polvo apenas, ya no eres, sin más, no te ve porque no estás'. Las podías tocar incluso porque no huían. Llegué a rozar una con la punta del dedo índice. Estaba húmeda, era muy pequeña y frágil, parecía rellena sólo de aire. Mi dedo la desplazó unos milímetros, pero su cuerpo, de un gris verdoso, no se inmutó. 'Soy un guijarro, me ve, pero no soy rana, soy una irregularidad de su camino, nada más. No respiro, no me muevo, no soy yo'.
La rana tuvo suerte, no se cruzó con un crío en esa edad en la que se experimenta con la muerte. O se hacía, antes, cuando los niños subían colinas persiguiendo lagartijas con palos en las manos y las cazaban para cortarles la cola y encerrarlas en botes de cristal con tapones de lata agujereados en los que el animal podía respirar hasta que le llegaba la hora. La hora de ser entregada a un gato, o empalada o, la afortunada, devuelta al monte, incompleta y desorientada.
Nos fuimos y la rana de piedra se quedó atrás, en medio del camino, quieta. 

Me mira y en mi cabeza suena la cantinela de ese juego infantil que consistía en dar pasos cuando el que contaba, apoyada la frente en la pared, no miraba. Era de los pocos juegos infantiles que se me daban bien. No tenía prisa por llegar, me gustaba que el mérito no estuviera en avanzar ni en correr, sino en no moverse, en quedarse como una estatua. A veces, era la primera en tocar la espalda del que contaba, cuando los demás tenían que retroceder por no saber estarse quietos. Luego había que salir corriendo, pero esa parte ya me importaba menos y ni recuerdo exactamente qué había que hacer.
Me sigue mirando y en mi cabeza escucho una y otra vez "un, dos, tres, pica pared". Estoy incómoda, la espalda arqueada, los dedos de los pies en tensión, pero no aparta sus ojos de mí y no puedo moverme todavía. "No respires, no eres una mujer, eres un anfibio de sangre fría, o una arruga de las sábanas; no te ve, no eres nada"; sin embrago, noto unos dedos repasando la línea de mi clavícula y el vientre se me contrae sin que lo note. Continúo con el mantra: "no te muevas, no te ve, no eres nada". Me aprieta el pecho izquierdo, es siempre el primero en ser tocado. Es más grande, una de mis asimetrías. Su otra mano me acaricia el lomo como si fuera el de una animal asustado. El juego no era sí, el que contaba no tenía que tocar. Pero a él le da igual, siempre le han dado igual las normas. 
"Un, dos, tres, pica pared". Ya no me ve porque he dejado de ser. Ya no soy Desirée, ni la madre de Noa, ni una niña aterrada, ni una mujer ansiosa. Soy carne rellena de anhelos, que no pesan, que son aire. Él cree que me tiene, que me conoce porque le permito asomarse a mi abismo, pero no soy yo la que tiembla entre sus dedos. 
No miro porque siempre me han dado miedo la profundidades: los acantilados, los lagos, los pozos, los ojos en las fotografías. Su superficie refleja la luz, pero debajo todo es noche.
"Un, dos, tres, pica pared". Aguanta, no respires, se va a dar cuenta. Lo ha notado. No estoy detrás de mis párpados de piedra. Se ha quedado solo, apretando entre los dedos un puñados de deseos asfixiados.

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